Tupac Amaru, el último rey de los incas, tras cuatro décadas de lucha en las montañas de Perú, es ejecutado en 1572 por órdenes del virrey Francisco de Toledo. Pasan dos siglos y, –en 1740- “resucita” en la persona de un descendiente suyo, José Gabriel Tupac Amaru, hijo de Miguel Condorcanqui y Rosa Noguera. Este Tupac Amaru estudió en Cuzco con los jesuitas y después casó con una bella e inteligente mujer llamada Micaela Bastidas. Fue a presentarse ante el corregidor Pedro Muñoz para solicitarle que se le declarara el legítimo cacique, invocando su linaje y tras un año de investigaciones, se le concedió.

Con ese título, en 1770 comenzó a preparar la gran rebelión de los indígenas, que se convirtió en la más grande y peligrosa en la historia de las Américas. Ardieron Los Andes. Avanzaba por pueblos, valles, y montañas, amenazando tomar Cuzco. Pero la historia es recurrente: Aníbal, el Espartaco que no tomó Roma cuando ya había dominado casi todo el Imperio romano; e Hidalgo que en 1811 no tomó la ciudad de México, pudiendo hacerlo; Tupac Amaru tampoco tomó Cuzco, ciudad que era defendida por indios vendidos y él no mataba indios.

Pero esto, tal como sucedió en los ejemplos anteriores, fue su ruina. Fue hasta 1781, cuando el cacique inca entró a Cuzco, pero amarrado y preso. Lo condenaron a morir descuartizado por cuatro caballos que le estiraron las extremidades en cruz, pero su cuerpo no se partió, y a los caballos se les enterraron en sus vientres las espuelas de los jinetes. Tuvieron que cambiar de forma para no quedar en ridículo frente a los muchos espectadores. Fueron descuartizados con hacha además de él, su mujer Micaela Bastidas, Tupac Catari, Bartolina Sisa, Gregoria Apaza… sus pedazos fueron paseados por los pueblos que habían sublevado y quemados; y sus cenizas fueron arrojadas al aire para que nadie jamás se acordara de ellos.