Editoriales

El Gran Molière

Jean-Baptiste Poquelin, nació en el París de 1622, pero desapareció de la vida real para dar paso al nacimiento del dramaturgo y humorista francés Molière. Nacido entre la burguesía y recibido en 1642 en la facultad de derecho de Orleans, este hombre entendió que su vida era la actuación y como actor y director vivió las estrecheces económicas derivadas de su oficio, pues dedicó su vida al teatro. En su tiempo, Europa se batía entre enfermedades contagiosas, así en Inglaterra se presentaban cuadros de pacientes que se creían frágiles y que se aislaban de la gente para no chocar con ellas pues temían quebrarse. Conociendo estos síntomas que cundían por todas partes, Molière probó el éxito con una sátira llamada Las Preciosas Ridículas, y luego estrenó Tartufo, irreverente obra que terminó prohibida con solamente quince representaciones.

Llegaron los problemas económicos al ser perseguido por varias instancias como la crítica y la Iglesia, pero en respuesta él pone en escena dos obras importantes: El Misántropo y El Avaro o El enfermo imaginario. En la última, Molière se burla de sí mismo y sus propias obsesiones. Su personaje aparecía envuelto en pieles, con un gorro hasta las orejas, apoltronado en su sillón, sometido continuamente a sangrías y purgas por recomendación de varios médicos que le diagnosticaban enfermedades diversas, como: apepsia, dispepsia, disentería, hipocresía y la hipocondría.

Éxito mayor, la sala siempre atestada de público ansioso de ver su magistral actuación de enfermo, despiadado con la pedantería de los falsos sabios, los médicos ignorantes y la frivolidad de los ricos. La tarde del  17 de febrero de 1673, Molière estaba enfermo de veras, y todo el elenco le pedía que suspendiera la función, pero el maestro de la comedia ni se tomó la molestia de contestarles. El enfermo imaginario estaba inspirado, el público reía a carcajadas su actuación, se le olvidaba su miedo a las enfermedades mientras al actor desdeñaba su propia enfermedad. Fue la mejor actuación de su vida, la risa le provocaba tos pero ninguno de sus largos parlamentos quedó inconcluso, tosió y tosió cada vez más fuerte hasta vomitar sangre, cayendo al suelo. La gente vuelta loca le aplaudía a rabiar mientras Molière moría. Cayó el telón y él dejaba este mundo un rato después. Su entrega al arte sigue siendo ejemplar y continúa en el pináculo de la fama al ser el autor más interpretado de la historia