Espectáculos

Culturalmente cuando la cumbia salvó al rock

 

Cuando el grupo de rock pesado Ritual decidió dejar de tocar este género musical, al mediar la década de los setenta del siglo XX, para dedicarse a la cumbia, los entonces comentaristas de las revistas rocanroleras pusieron un grito en el cielo. La corriente afroantillana nada tenía que hacer ante el rock, se decía. La primera se trataba de una mercancía, la segunda era una postura cultural. La primera servía para bailar, la segunda era para escuchar. Y, debido a la testarudez de los periodistas del rock y a su inalterable dogmatismo, desde entonces se consideró que el músico de rock que no tocaba rock pasaba a formar parte del territorio mercenario del ambiente artístico. Ritual fue descalificado y pasado pronto al olvido.

La Revolución de Emiliano Zapata, aquel grupo jalisciense fino y creativo que abriera las puertas de la radiofonía nacional al rock mexicano al principiar los setenta, fue igualmente descatalogado cuando, apoyado y financiado por los Baby’s (en su momento un conjunto que resolvía su existencia colocando “éxitos” en la radiofonía local, tal como lo hicieran a la postre agrupaciones y solistas que mantenía la industria privada de la televisión, le dieron vuelta al camino al grabar el disco La nueva onda de la Revolución (1975) en el cual incluían cortes latinizados, percusivos y huapangueros. La Revolución de Emiliano Zapata, siempre comandada por el guitarrista Javier Martín del Campo (frustrado actor en la cinta de 1972 de Jaime Humberto Hermosillo: La verdadera vocación de Magdalena, con Angélica María), quiso luego acercarse a los pasos de los grupos imperfectos pero exitosos, indefinidos pero tenaces, irregulares pero persistentes como Los Pasteles Verdes o los Hermanos Váskez o Los Bukis o los Yonic’s o Los Socios del Ritmo. La Revolución de Emiliano Zapata ahuecó el ala para otros rumbos. La prensa roquera ya no se ocupó más de sus asuntos.

Los dos grupos anteriores recurrieron al género considerado “menor” del son: la cumbia, por convicciones sólidas, si bien necesarias para su sobrevivencia. Los dos conjuntos no cambiaron sus gustos sonoros obligados por las empresas fonográficas, sino por beneficio monetario. Otra cosa muy distinta sucedió con Jaime López, por ejemplo, quien fue persuadido por sus productores a dejar el rock para inmiscuirlo en las ambientaciones de la cumbia.

Eduardo Salas, coautor con Guadalupe Trigo de varias piezas (como “Mi ciudad” o “La milpa de Valerlo”), lo cuenta de esta manera:

Le propusimos a Jaime López grabar un disco que pudiera entrar al círculo comercial. Se lo dijimos y aceptó. Le dijimos que esto traería sus consecuencias. Como hacer cosas contra las que él estaba en desacuerdo o presentarse en programas banales, qué sé yo. Y él aceptó. Sentimos un ansia en Jaime como de querer abarcar otros pasos. De abarcar un poco más allá de los círculos aislados...

Por supuesto, en Jaime López esa música no entonaba. Su incursión, breve, en los foros televisivos no sirvió para gran cosa. Los dos discos que grabara a instancias de sus productores Eduardo Salas y Álvaro Dávila fueron un adorno en las tiendas de discos. Nadie se interesó por ellos. Porque ni el propio Jaime López estaba seguramente convencido de que lo que estaba haciendo era realmente lo suyo. A pesar de haber tenido a buena parte de los periodistas progres a su favor, los proyectos musicales de López en el apartado de la cumbia fueron intrascendentes.

Los Caifanes a su vez, fueron observados por el argentino Óscar López, conocedor del público mexicano, quien sabe bien que la afroantillanía siempre tenía cabida en los espacios radiofónicos… cuando los discos eran básicos para ello. La grabación de “La Negra Tomasa” (1988) fue idea suya. Y de ahí en adelante la cumbia no ha faltado en el rock ni el rock en la cumbia, como lo confirmara en 2004 el colombiano Carlos Vives con su álbum El rock de mi pueblo donde fusiona el vallenato con el género roquero. Ya después nadie se mortificó al oír estas mezclas en las voces de asociaciones tan antagónicas como las de Los Enanitos Verdes y las de Los Ángeles Azules, Botellita de Jerez y Andrés Calamaro, Lila Downs y… ¡Frank Zappa!, Kevin Johansen y Natalia Lafourcade, Maná y los Le Luthiers, Panteón Rococó y Los Fabulosos cadillacs, La Maldita Vecindad y Tania Libertad, Joan Manuel Serrat y Celso Piña, al grado de que tanto Celso Piña como Los Ángeles Azules han sido protagonistas principales de un festival del rock mexicano como el Vive Latino.

“La Negra Tomasa”, por sus enormes ventas, se convirtió incluso en Disco de Platino, que por primera vez obtenía un conjunto roquero en México ajeno al circuito de la televisión comercial. La aceptación que tuvo el grupo, desde entones, los ha mantenido a flote aun sin presentarse en conciertos.

 Frank Zappa dijo en los ochenta que estaba en el rock porque éste le dejaba dinero. Si no caían los dólares, era obvio que hubiera agarrado sus maletas y se largaba a otra parte.

Ritual se largó a otro lado. E hizo bien.

La Revolución de Emiliano Zapata también se fue a guerrear a otras zonas con otra música. E hizo bien, entonces.

Carlos Santana sabía desde hace medio siglo que lo suyo era la cumbia y el rock. Y le ha ido muy bien..

Si los rocanroleros mexicanos saben que con sus rocks no pueden abrirse caminos, ¿por qué diablos no han de introducirse, aun contra una crítica roquera costumbrista y conservadora, en esa añeja música popular que es la cumbia?

La música afroantillana congrega a un público que se distingue por lo devoto, partícipe generoso en tanto su gusto personal no se vea alterado por notas imprevisibles, cómplice de los rutinarios compases soneros de los instrumentistas e, incluso, tolerante en los infortunados conciertos. El amplio auditorio de este género musical se define por sus exigencias e incomodidades: solidaridad con Cuba y reconocimiento a Nueva York, coleccionar grabaciones importadas de la pequeña industria Egrem así como consumir discos (cuando se consumían discos) de la Fania o de la Wagner, coincidir intelectualmente con las declaraciones de Willie Colón o de Adalberto Álvarez y confirmar las ideologías de Celia Cruz o de Monguito (aunque contradigan en el fondo sus principios castristas), aprenderse las letras de Pacho Alonso y memorizar las piezas de ese grande compositor que es el panameño Rubén Blades, bailar al son de las orquestas de Benny Moré (a quien hay que recordar ahora en su centenario como el insigne iniciador del mito sonero) y llevar los compases de la Matancera.

Por algo, Willie Colón sabe qué terrenos pisa:

No es que no quiera ir a tocar a Cuba ?decía una y otra vez?, lo que sucede es que uno ha cargado con la responsabilidad latina en Estados Unidos. Tocar en Cuba significa un veto en las ciudades estadounidenses. No es por los dólares. Es una carga mayor.

Igual le sucedió a Óscar D’León. Al principiar los ochenta ofreció un concierto en La Habana. Después fue obligado, en Miami, a arrepentirse. Lo hicieron declarar en contra de sus ideas iniciales.

Fue un error haber ido a Cuba ?dijo, en Miami, en conferencia de prensa?. A mí me gustan los dólares y quiero cobrar en dólares. La experiencia de Cuba es una experiencia que no volverá a repetirse.

Pero es algo sin importancia para el gustador de la rumba. Nada de lo que se haga fuera de sus territorios sonoros es válido. Por dicha razón, los trabajos de grupos que no sean afines a la labor de los renombrados son vistos a una prudente distancia, a menos que se dediquen a sonarle a las tumbadoras como endemoniados para no dejar en paz los movimientos de la gente. Este hecho nos conduce a dos vertientes: los bailadores y los melómanos. Los primeros no atienden asuntos de ninguna índole pues así como se regocijan con Óscar D’León, de igual forma se deleitan con Blades (aunque aquí también cabe la posibilidad de incluir a ese ya amplio sector del público que aplaude todo lo que contenga una imagen, es decir que, carente de un criterio musical, acepta digamos que esnobistamente la música del grupo o solista que escuche continuamente en los medios auditivos o mire repetidamente en sus pantallas electrónicas). No importan las ideologías ni las preocupaciones líricas de los compositores. Importa el movimiento corporal. No se atienden las letras. Óscar D’León, en su pieza “El derecho de nacer”, por ejemplo, se consolida contra el feminismo y reniega de las mujeres que deciden, por cuenta propia, abortar. D’León está en contra de eso y es un abanderado del castigo penal. Primero debe pensar la mujer en no hacer sinvergüenzadas para no tener que arrepentirse después, pregona el venezolano. Pero a los bailadores no les importa eso, ni aunque un día antes hayan marchado en el Orgullo Gay o participado en un mitin a favor del feminismo.

En el lado opuesto se encuentran los melómanos. Estos están atentos a los trabajos de los rumberos. Empero, como ningún otro género musical, la rumba no es observada desde su punto comercial. Esto es, de antemano se sabe que los músicos tienen que hacer este tipo de música accesible y no se les reprocha, en absoluto, su excesivo comercialismo. Porque, curiosa observación, la rumba nació así, con instrumentación comercial. Desde su inicio. John Storm Roberts recuerda: “La forma bailada de la rumba era parte de la fiesta en general. A veces no pasaba de ser un incidente. En otras ocasiones había varios bailes unidos entre sí con el nombre general de la rumba”. La rumba nació para ser bailada. Es una corriente para mover los pies.

Cuando el son se va a las urbes, teniendo a sus grandes divulgadores, como bien apuntó el cubano Helio Orovio, en el Septeto Nacional y el Cuarteto Machín, la definición de la afroantillanía se esparce, se agranda. Surgen los ritmos: el mambo, el cha cha chá, la charanga, el danzón, la bomba, el merengue…Y la cumbia. Y sus derivados. Como el vallenato, originario de Colombia. Y de Monterrey.

En 2004 —gracias a su entonces manager Rubén Hernández Mojica—, Celso Piña (1953-2019) me recibió en Monterrey, su ciudad natal, para una larga conversación. Acababa de poner en circulación su disco El canto de un rebelde para un rebelde, una especie de homenaje al Che Guevara y de introspección a sí mismo. En ese momento: el nombre de Celso Piña daba pie a muchas anécdotas; algunas de ellas apócrifas. Otras, en cambio, parecían apócrifas pero eran ciertas. Él mismo, en este texto en primera persona, me contó su historia.

José David Cano

De entrada, aclaremos algo: soy pésimo para las fechas. No me pregunten alguna, porque no me acuerdo. La única que recuerdo bien es la de mi nacimiento: nací el 6 de abril de 1953. Era lunes. Y lo recuerdo bien, porque mamá siempre me decía que los lunes ni las gallinas ponen. Y creo que tiene razón: los lunes batallo mucho para pararme.

Me llamo Celso por voluntad última de mi abuelo, padre de mi padre. Nací en la colonia Nuevo Repueblo, hacia el sur de Monterrey; es decir, ni muy pallá, ni muy pacá. Brincando el río Santa Catarina. Con esto, desmiento a todos aquellos que me han querido meter, a fuerza de calzador, a la colonia Independencia; lo niego rotundamente: no soy de ahí. Si hay una cosa que me cae mal es que a fuerza me quieran imponer, o crear, historias que no son ciertas. Tampoco es verdad que haya tocado en camiones, como una vez leí. Gracias a Dios, no tuve la necesidad de andar en camiones, ni de ambulante.

Desde luego, también se lo debo a mi papá, Isaac Piña. Soy el primero de nueve hermanos, cuatro hombres y cinco mujeres; si incluimos a mi jefa —Rosa María Arvizu— y a papá, hablo de 11 personas. Él siempre se sobó, bien y bonito, el lomo, para darnos todo lo necesario. Lógicamente, en más de una ocasión nos vimos en problemas económicos. Imagínense: ¡darle de comer a 11 huercos! Y no sólo darles de comer, también vestirlos, o cuando llegara Santa Claus. Pobre. Pero él se lo buscó. Lo más asombroso es que lo haya hecho desde su oficio, que era de milusos. Porque igual era pintor que soldador, albañil o plomero. Es más: él hizo mis primeros instrumentos.

No recuerdo muy bien cómo era de niño. Ni qué hice antes de ir a la escuela. Pero lo que ocurrió después lo recuerdo perfectamente: estudié sólo la primaria y la secundaria. Y es que, en aquel entonces, tenía la impresión de que, por ser el mayor de todos mis hermanos, debía apoyar a mis padres. Así que me quedé con las ganas de estudiar la carrera que más me gusta: veterinario. A fuerza me hicieron acabar la secundaria abierta. Ya en prepa me aventé como un año y medio. Pero ya no tuve chance. Veía la necesidad que había en la casa.

Así es como Celso Piña se fue formando, trabajando desde muy pequeño; recogiendo, por ejemplo, comida (buena) en la basura para después venderla o llevarla a mi casa. Quizás, por eso, hoy la gente de escasos recursos se identifica mucho conmigo y con mi música. A los 13 años, y luego de habernos cambiado (primero a la colonia Palo Blanco, luego yo con mi abuela a la Independencia, y después a La Campana en el terreno de una tía), es cuando tuve mi primer contacto con la verdadera música: empecé a oír a los Beatles. No les entendía... bueno, ahora que recuerdo, aún no les entiendo. Pero entonces los escuchaba y me gustaban. Sin embargo, no pensaba en hacerme músico.

Eso vino años más tarde. Cuando trabajaba ya en el Hospital Infantil. Tendría unos 15 o 16 años. Ganaba unos 20 pesos a la quincena; no era un dineral, pero me convenía porque ya estaba de planta. Ahí fue cuando, verdaderamente, me entró la onda de hacer música. No recuerdo cómo, ni cuándo, empezó a llamarme la atención; lo que sí recuerdo es que en ese lapso, antes de formar la Ronda Bogotá, estuve en tres grupos: el primero, los Jharac, era tropical; el segundo, Arcaico, medio rocanrolero. Sentimiento, el tercero, era de puras baladas.

En ese tiempo seguía escuchando a los Beatles. Sin embargo, ahí en La Campana, los sonideros me mostraron (sin querer) mi destino. Con ellos empecé a oír a Los Corraleros del Majagual y, de hecho, en mis tres grupos intenté tocar algo de ellos. Pero no pude. No entendían esa música. Fue entonces que oí al acordeonista Alfredo Gutiérrez. “Es lo que yo quiero hacer”, me dije.

Tendría unos 18 años cuando decidí terminar mi participación con grupo alguno, y formar mi propia agrupación. Como dije, papá me ayudó a hacer algunos instrumentos. Pero más tarde, con el dinero que ganaba en el hospital, pude comprar (fiado, claro está) mis propios instrumentos; entre ellos, mi primer acordeón. Así estuve un tiempo: por las mañanas al hospital, y por las tardes al ensayo. Primero con el grupo, luego mi acordeón. No fue un disco ni dos, sino varios los que rayé; sobre todo de Alfredo Gutiérrez. Dediqué mucho tiempo a eso. Me encerraba en casa, y me hacía el enfermo con la raza. A papá le preguntaba: “Oye, ¿cómo se oye esto?” Y respondía: “La mera verdad, no se entiende ni madres. Pero síguele.”

Y le seguía. Me apasioné; yo quería ser el Alfredo Gutiérrez de Monterrey. Así que llegó el día en que papá me dijo: “Ora sí ya se te entiende. Pero, ¿y las demás?” Me di cuenta que el camino sería largo; ¡una odisea! Estaba aferrado en mostrarle a la gente que esta música, que mi música, era tan buena como el rock, la tropical, el bolero o la ranchera.

El tiempo me dio la razón. Una tarde de, creo, 1979, unos cuates sonideros me avisaron que vendría el “Galán”, Luis Loera, quien era de la ciudad de México. Era representante de la compañía Peerless. “A lo mejor te graba un disquito.” Así fue: después de oírnos, él prometió regresar con gente de la disquera, entre ellos el Indio Jiménez, entonces director artístico de la compañía. Cuando nos escucharon les gustó y quedaron en realizar nuestro primer disco, que se llamó, por cierto, sólo Ronda Bogotá; como subtitulo, La manda, pues así se llamaba una de las canciones.

 Desde entonces han pasado ya más de 20 años de satisfacciones y penurias; no por igual, pues no me equivoco si digo que han sido más las primeras que las segundas. Hoy ya no somos Ronda Bogotá de Celso Piña, sino Celso Piña y su Ronda Bogotá. Y he grabado más de 20 discos. Acaba de salir el nuevo. Mi mérito, si tengo alguno, es haber convencido a la gente que se puede hacer un lenguaje con esta música, que es el vallenato.