Editoriales

La cuna

La imagen vívida de la primera vez que vimos a un hijo normalmente se relaciona con una cuna. Las áreas de maternidad de los hospitales acostumbran colocar a los recién nacidos frente a una ventana para que los visitantes puedan admirar al recién llegado a este mundo, envuelto en alguna cobija y acostado en una cuna, que es una cama de las dimensiones propias para una persona de ese tamaño.

La historia de la cuna registra que los primeros modelos eran simples cestos, y personajes bíblicos hay (Moisés) que se les relaciona con un hallazgo en un cesto flotando en el agua, para de allí iniciar una historia muy importante en la vida de su pueblo (Israel).

Platón dice que cuando no había una cuna a la mano, la nodriza que tenía a su cargo el cuidado del niño, lo acunaba con sus brazos y los movía en el balanceo característico de arrullo. El dios mercurio, de niño, aparece en un vaso pintado en una cesta con asas, sentado en una posición que sólo se ve la cabeza y una parte de su cuerpo. La cesta tiene forma de barco, de tal forma que permite darle movimiento oscilatorio con el menor esfuerzo. Rómulo y Remo, los gemelos fundadores de Roma eran mecidos por su madre en una cuna en forma de pila, en la cual fueron abandonados en el Tíber y criados después por una loba, según dice la leyenda. En la Basílica romana de Santa María La Mayor, está una reliquia muy especial: la cuna del niño Jesús. En la Edad media, se acostumbraba que las cunas fueran elaboradas a partir de un tronco de árbol, al que se le perforaban dos agujeros –uno de cada lado- para que sirvieran de asas. En el siglo XV se pusieron de moda las cunas colgadas del techo, protegidas por cortinas. Y fue en el siglo XVIII cuando se elaboraban a petición de la burguesía, lujosas cunas de maderas preciosas adornadas de marfiles, oro y plata.  

En mi familia se guarda la tradición de que la cuna de un hermano pasa a ser la del menor, y así sucesivamente, para luego conservarla para la siguiente generación.