Espectáculos

¿Y dónde está la música realmente popular mexicana?

 

 

 

En México, la música popular prácticamente, desde los años cincuenta del siglo XX, la ha programado, definido, instalado o impuesto la industria del entretenimiento que, a partir justamente del desarrollo de la tecnología visual, empezaba a abanderar el incipiente emporio televisivo, que congregó, de inmediato, a los artistas que por su propia convicción y talento ya tenían una audiencia que ellos mismos (se) habían creado, los últimos en su especie física: hombres y mujeres acaso no bellos o atractivos ?Las Tres Conchitas, Agustín Lara, Lola Beltrán, Pedro Vargas, María Luisa Landín, Álvaro Carrillo, La Prieta Linda, Chava Flores, Consuelo Velázquez, Pepe Jara, Sonia López, Francisco Gabilondo Soler, las hermanas Águila, José Alfredo Jiménez, et al?, como el cine comenzaba a modelarlos, sino gente con el corazón en el arte, extraída de los pavimentos, de los aires libertarios de su propia expresión.

Con la entrada de la televisión en las sociedades en pos de la modernidad, el asunto específico de la música empezó a cambiar. Porque entonces el fenómeno de la visualización comenzó a ganar terreno en el ejercicio musical: se acababa la oportunidad para los feos y principiaba la época de la galanura, incluso confrontando las superficialidades y rebasando los augurios calamitosos de los futuros astros de la farándula. Educándolo, hasta el más mediocrizado de los aspirantes a la fama podía generar riqueza. Y, paradójicamente, a diferencia del mundo entero, el empresariado televisivo comenzó a organizar su mercadotecnia musical con los intérpretes del incipiente rock para edulcorar sus posibles rebeldías. De haber comenzado sus carreras hacia la década de los cincuenta, jamás hubiéramos sabido nada de José Alfredo ni de Lara ni de Cri Cri ni de Álvaro Carrillo.

Porque esta (nueva y poderosa) industria, con su estrategia de comunicación mercantil, siendo propietaria también del uso radiofónico, comenzó a perfilar ?ya establecida en sus dominio politizador, sobre todo después de la “pacificación” estudiantil de 1968 (donde el periodismo de la industria televisa sirvió a Gobernación como mapa de localización de revueltas, misión informativa a cargo de Jacobo Zabludowsky, director de los noticiarios televisivos)? la figura idónea del cantante exitoso siempre, y obviamente, apegado a las reglas del consorcio, de manera que los elegidos, aun de reciedumbre y rigores vocales, prescindieran de su libertad expresiva para afiliarse a los patrones regidos por la empresa que los calificaba y enriquecía. Así, a partir de los setenta, México empezó a tener nuevos ídolos (todos ellos) provenientes de la industria televisora, acogidos incluso (porque finalmente no podía haber otros) por la clase intelectual. No hubo más orgullo cultural, por ejemplo, para Rafael Tovar y de Teresa que la acumulación de casi un millón de personas en torno del Palacio de Bellas Artes para despedir a Juan Gabriel el día de su muerte en agosto de 2016. Para ese entonces la institucionalidad oficial de la cultura ya tenía como suyos, o ya los había adoptado, a los artistas de entronque decididamente comercial “elaborados” desde las oficinas privadas de la industria televisora, ¡al grado de que ahora, en estos precisos momentos, el que funge como presidente de la Comisión de Cultura en la Cámara de Diputados es un ex miembro del grupo televisivo Garibaldi para quien, y así lo ha manifestado en diversas ocasiones, la cultura y los espectáculos son una y la misma cosa!

Una de las últimas atrocidades que cometiera la industria con los interesados en la música popular fue cuando, con arbitraria ofuscación y autoritario racismo, no permitieron que las cámaras tomaran el rostro del cantante guerrerense Juanello porque, sencillamente, a los delineadores de la estética musical les parecía un hombre muy feo: ya la época de estos personajes estaba desterrada del dominio público. Ya no más Laras, ya no más José Alfredos, ya no más Carrillos.

Para comprobar que su trabajo es serio, no conducido por exclusivos caprichos comerciales, el compendio discográfico Cantares de mi tierra, del año 2000 (cuando todavía los discos tenían un valor conceptual), no incluía, con fortuna, a ninguno de los artistas ensalzados en, y producidos por, la industria televisora. No se asomaba, tampoco, ninguna canción de Juan Gabriel, ni interpretaciones de Lucero o Pedro Fernández, sino la participación de creadores verdaderamente “populares”, no “masivos”, con lo cual podía entenderse que se trataba de una entrega musical distanciada de los cánones mercantilizados.

La empresa Reader’s Digest, cuyo departamento especializado en la música había ya encargado de elaborar cajas de determinados artistas que, con el paso del tiempo, se han convertido en tesoros entrañables, tales como los paquetes discográficos de las canciones y los cuentos de Francisco Gabilondo Soler o la síntesis creadora del trío de los hermanos Reyes, se puso a confeccionar ?a diferencia de las propias compañías disqueras mexicanas, dormidas en sus laureles como siempre estuvieron, sin la capacidad de poder crear materiales sonoros, por ejemplo, de José Alfredo Jiménez o de Agustín Lara? una caja con cinco compactos donde reúne 110 canciones que resumen el árbol de la música popular de México del siglo XX, integrado “inicialmente de tres importantes semillas culturales: la indígena, la europea, principalmente la española, y la africana negra de la época virreinal”.

Y, claro, por qué no, habría sido oportuna una cuarta semilla cultural instruida y edificada por la industria televisiva, donde como muestra, ahí sí, podrían ser incluidos artistas como Juan Gabriel, José José, Jorge Muñiz, Timbiriche, Lucero, Luis Miguel, Yuri, Daniela Romo, Pandora o Alejandro Fernández. Pero también cabría una quinta semilla para abarcar a todos esos creadores que, cumpliendo a cabalidad con su ética artística, no gustan de encadenarse a ninguna empresa que pudiera coartarles alguna libertad, donde se hallan los trovadores y una fina capa roquera o experimental.

Por supuesto, la música académica no entra en este inciso porque se mueve aparte.

Antes de 1519, la cultura prehispánica ya tenía su propia música, entonces pentáfona, basada “solamente en cinco sonidos que a su vez se dividía en tres géneros ?apuntan los editores de esta añorada muestra musical?: ritual (usada en ceremonias como bodas, nacimientos, sacrificios y funerales), guerrera (cantos y danzas que se interpretaban antes y después de las batallas) y recreativa (ejecutada en los bailes llamados mitotes y las fiestas públicas netoliztli). De tales épocas datan instrumentos de música rudimentarios como el teponaztli y el huehuetl (troncos huecos de percusión), tzicahuiztli (raspador hecho de hueso), ayacatchtli (sonajas) y el característico caracol marino o atecocoli, además de algunos tipos de flautas y ocarinas de carrizo, barro o hueso como tlapitzalli, chililihtli y huilacapiztli. Varios de estos instrumentos  tenían formas de animales e incluso humanas”.

En aquellos tiempos había una estrecha relación entre canto, danza y poesía, “de ahí que el término cuícatl era aplicado a estas manifestaciones. Era  tal el valor que a ello le daba la sociedad que miembros de la nobleza, y hasta el célebre rey Nezahualcóyotl, se dedicaban con orgullo y placer a escribir poemas y canciones. Al menos en Teotihuacan y Texcoco había escuelas especializadas llamadas cuicacalli (casas de canto) en las que se seleccionaba con gran rigor a los alumnos. Era tal el valor que daban los contemporáneos a esos menesteres que eran condenados a duras penas, e incluso a la muerte, a todos aquellos que daban un golpe en falso o desafinaban en algún instrumento durante las ceremonias más importantes”.

Ya en la Colonia, fray Pedro de Gante, “consciente de la habilidad musical de los indígenas y deseoso de iniciar las labores de la nueva aculturación, fundó en 1524 la primera escuela de música en Texcoco, para trasladarla en 1527 a la ciudad de México y establecerla de manera oficial en el naciente templo de San Francisco. Tenían lugar entonces cursos de canto llano, órgano y fabricación de instrumentos. Años después, el virrey don Antonio de Mendoza fundó la segunda escuela de música sacra en Santa Cruz de Tlaltelolco a fin de dar abasto a las necesidades de tantos conventos e iglesias que se iban edificando a lo largo de la Nueva España”.

A  partir de la consumación de la Independencia en 1821, “las llamadas sociedades filarmónicas fueron concretamente las patrocinadoras de la música del naciente México. Surgieron entonces las de José Mariano Elízaga en 1825; la de Cenobio Paniagua y Ángela Peralta, recordada como El Ruiseñor Mexicano, en 1828, además de la Mexicana en 1866. Se inició, asimismo, la promoción de la ópera y fundación, por parte del entonces presidente Benito Juárez, del Conservatorio Nacional de Música y Bellas Artes el 25 de octubre de 1867”.

 De ahí al salto en el siglo XX, la música, menos afrancesada e italianizante, halla en los corridos las huellas de las primeras identidades, si bien aún con influencias europeas, de lo mexicano. Según Manuel M. Ponce, en su labor de rescate de las “canciones del pueblo”, la música mexicana podía clasificarse en dos grandes ramas: la del Bajío, acompañada de arpa, violín y bajo, “la cual se caracterizaba por ser más pausada y triste (generalmente quejas hacia la desdeñosa mujer), y la del Norte, más alegre, rítmica e incluso picaresca”.

Esta colección discográfica presenta no sólo dichas dos características, sino ya una extensa gama que Carlos Carrasco, el editor musical de la Reader’s Digest, prefirió dividir en diez incisos:

 

      la raíz ranchera,

 

      el son jalisciense,

 

      la serenata,

 

      las  bandas sinaloenses,

 

      los huapangos,

 

      el son jarocho,

 

      las marimbas,

 

      la  trova yucateca,

 

      los corridos norteños y

 

los jarabes y cantos sureños, en un centenar de piezas con una cincuentena de autores, el último de los cuales, generacionalmente, es Guadalupe Trigo, ese vigoroso compositor yucateco que muriera en extraña forma, en 1982, rumbo a su domicilio en la carretera a Cuernavaca cuando era, Trigo, el opositor acérrimo del cacique de la Sociedad de Autores y Compositores de la Música (SACM), Carlos Gómez Barrera, enriquecido ilegítimamente con las canciones de sus sumisos colegas.