Editoriales

La guerra de independencia norteamericana

Esta guerra fue más bien una revolución, aunque esa palabra no le agrade a la clase política estadounidense porque indica que igual padecieron el mal que ahora desprecian cuando lo tienen otras naciones.

La primera parte de ese conflicto fue un enfrentamiento entre colonos ingleses americanos que habían luchado la guerra contra los franceses y a su exitoso término, Londres decidió que había salido muy cara, por lo que los colonos debían pagar impuestos a la corona inglesa por medio de la Ley del Timbre de 1765 (un pago que hacían por cualquier documento), lo cual irritó a quienes estaban acostumbrados al auto gobierno. Y más porque no tenían representación en el Parlamento británico, así que se alborotaron al grado que Londres se asustó retirando la Ley del Timbre aunque se emparejó gravando otros bienes. A raíz de eso inició una campaña fundada en que los “ingleses nacidos libres” eran amenazados por una tiranía corrupta, lo que también provocó temores retirándose todos los impuestos a excepción del impuesto al té. En Boston se hizo el famoso motín del té, cuando un grupo de colonos abordaron el barco que transportaba té y lo tiraron al mar. Los británicos no se iban a quedar con los brazos cruzados y el 19 de abril de 1775 chocaron sus tropas con un grupo de granjeros armados y comenzó la guerra abierta. Los colonos convocaron a dos Congresos continentales y el 4 de julio de 1776 se aprobó la Declaración de Independencia, aunque no la habían conseguido, pero ya sabían cuál era su objetivo. Sin embargo, muchos otros colonos eran leales a la corona, por lo que el grupo revolucionario que dirigía George Washington se les enfrentó. Llegaron las tropas británicas y guerrearon hasta que en Saratoga 1777 una flota francesa se les unió para combatir a los británicos y eso determinó el triunfo de Washington en 1781, en la batalla de Yorktown. Pasaron dos años para que Londres reconociera la independencia de Estados Unidos con el Tratado de París.

Pero la revolución siguió, pues las trece colonias convertidas ahora en Estados Unidos, no se pusieron de acuerdo en qué tipo de país querían, pues no querían un gobierno central fuerte; “de nada había servido sacudirse una tiranía para construir otra igual”. La discusión principal giraba en torno de los impuestos que necesitaba el nuevo gobierno, y entonces los causantes comenzaban a darle la razón a los colonos que seguían añorando ser ingleses. Así que se dividieron entre federalistas y anti federalistas, chocando sus ejércitos a lo largo del territorio del nuevo país. Fue hasta 1787 cuando se realizó una convención constitucional en Philadelphia. El resultado fue un gobierno central fuerte, pero separaron los tres poderes en ejecutivo con la novedosa figura de un presidente; un legislativo y un poder judicial, todos independientes unos de otros, que a su vez eran equilibrados por los poderes de los estados. Esta constitución fue ratificada en 1788 y los antifederalistas exigieron que se hicieran las primeras diez enmiendas, que garantizan las libertades de expresión, de religión, de prensa y se reservan muchos poderes a los estados. Pero en ninguna línea de toda su constitución se mencionaba nada acerca de la libertad de los esclavos, y eso provocó otra revolución. A donde voy es que la guerra de independencia norteamericana fue en realidad una revolución que se ganó en la primera parte gracias al apoyo de Francia y la segunda fue más salvaje porque ya involucraba a puros estadounidenses, unos nacidos güeritos y otros prietitos. Lo digo porque los primeros 20 esclavos negros llegaron a Virginia en 1619, y para 1787 ya había prohibición parcial de la esclavitud en los estados, calculándose que en total llegaron sólo 388 mil esclavos negros, y de ahí creció el número con morenos nacidos en territorio norteamericano, al grado que hoy viven 42 millones de afroamericanos en su territorio. Ah, esos norteamericanos tan revolucionarios que son.