07/May/2024
Editoriales

Nadie sabe lo que tiene hasta que…

Comenta nuestro primer regiomontano universal, fray Servando Teresa de Mier, en su libro Memorias de un fraile mexicano desterrado en Europa, en la página 66 cómo los europeos “fraileaban” a toda persona que querían denostar, pues la profesión de fraile estaba muy devaluada. Aún así, el padre Mier fue contratado como intérprete por José Sarea, conde de Gijón, natural de Quito, a quien convenció de ir a pasear a París. Pero una vez en la Ciudad Luz, al ver fray Servando que Sarea tiraba su dinero para ventura de los parisinos que festejaban sus derroches, lo detenía, por saber que los recursos eran finitos, pero el conde de Gijón no lo entendía así, y mejor lo desocupó. Claro que en breve tiempo estaba arrepentido, sólo que ya era demasiado tarde; el sabio vagabundo originario de Monterrey ya había iniciado otras veredas en su interminable caminata. Esto que le sucedió a José Sarea, quien tuvo a su disposición nada menos que al gran padre Mier y lo echó de su lado, es un fenómeno que se repite a lo largo de la historia universal, pues muchos han desperdiciado oportunidades por no saber apreciarlas. 

Como sucedió al término de la Segunda Guerra mundial que, al discutirse las indemnizaciones para los países aliados triunfadores del tremendo holocausto -iba a decir el reparto del botín de guerra, pero mejor no lo digo-. Al Reino Unido le tocó la empresa Volkswagen como pago parcial de los daños causados por Alemania. Por lo tanto, esa empresa automovilística estuvo un breve tiempo bajo la administración británica. Sin embargo, los ingleses decían que los autos con motores en la parte trasera no tenían futuro, así que en 1949 regresaron la empresa y se quedaron con sólo 20 mil “Volchos”. Los alemanes, ya en periodo de paz, en tan sólo diez años llevaron a la empresa VW al nivel de producir 4 mil autos al día y ya habían vendido el automóvil número un millón. Desde entonces, la marca VW es sinónimo de calidad, y sus productos tienen distribución en todo el planeta. La moraleja de esta historia es que debemos apreciar lo que tenemos, imaginándonos lo que pasaría si no lo tuviéramos.