Las campañas políticas son momentos que llaman a soñar al electorado. Si la mitad de las promesas que hacen los candidatos se cumplieran cuando se convierten en gobernantes, nuestras condiciones de vida mejorarían muchísimo.

Ya el ejercicio gubernamental es el encargado de despertar al electorado que a la hora de votar estaba dormido, soñando con el mundo que las dulces frases de los candidatos le habían dibujado.

Aquellos rostros amables de la campaña muestran ahora sus verdaderas fauces que devoran los principios postulados y los presupuestos que debieran ser destinados a mejorar la salud, la educación, la seguridad, la productividad de las empresas...

La ensordecedora propaganda embota el cerebro pues las poéticas promesas de campaña funcionan como jarabe dulce y somnífero. 

Este recurrente proceso evoca una anécdota de Leopoldo Lugones, el poeta y político argentino de principios de siglo XX, quien cierta ocasión leía en público algunos pasajes de su libro La Horas Doradas, siendo muy elogiado. 

Pero al final de su lectura se le acercó una dama para felicitarle, diciéndole: 

_Mientras le escuchaba cerré los ojos porque era una delicia escucharle, pero al abrirlos y verle me pregunté cómo es posible que palabras tan hermosas salieran de alguien con ese rostro. 

El escritor no se dio por ofendido aunque en el fondo lo estaba, y le contestó: 

_Señora, le informo que yo no escribo con el rostro, sino con mi corazón.

Al electorado le sucede algo parecido a lo dicho por la señora a Lugones, pues vota con los ojos cerrados bajo el influjo de hermosas frases emitidas por lenguas mendaces. 

La diferencia con la mujer de marras es que, al abrirlos y desengañarse, muchos electores prefieren volver a cerrar los ojos para degustar más poemas aunque, mientras llegan las siguientes elecciones, vivan en condiciones indignas.

Este ciclo puede repetirse una y otra vez, hasta que algún día el electorado decida votar con los ojos abiertos, como lo hizo no hace mucho tiempo.