Editoriales

El Termo

Allá por los años sesenta ayudaba al ingeniero Ernesto Marroquín Toba en la construcción de obras viales y de caminos. Este señor fue un personaje mayor entre los ingenieros civiles, y mucho le debo de mi formación profesional, pues durante el tiempo que estuve cerca de él, aprendí bastante del arte de la construcción. Generalmente cargaba en su automóvil un termo con el que conservaba frío un inconfundible líquido ambarino que bebía a sorbos durante las largas jornadas de trabajo recorriendo las obras. Eran otros tiempos, cuando echarse un trago en horas de trabajo no era censurable, sino por el contrario, envidiable, sobre todo si se era el patrón.

Algunas veces me atreví a aceptar su invitación de probarlo y así fue como me acostumbré al sabor del whisky mezclado con agua mineral fría que, en las condiciones calurosas en las que normalmente andábamos en las obras, sabía riquísimo. 

En la Facultad de Ingeniería Civil, el maestro Carlos de la Garza me había enseñado en su clase, que en aquel entonces duraba un año, los principios de la Termodinámica, que estudia la interacción entre las manifestaciones de energía, y se aplicaba bien al uso del termo que le daba ‘El Marrocas’, como le decían sus amigos al maestro Marroquín Toba. 

Luego leí que en 1643, el físico italiano Evangelista Torriceli estableció la teoría del vacío al inventar el barómetro. Este buen señor nos obsequió a quienes cursamos ingeniería, el teorema que lleva su nombre, indispensable en el estudio de la hidráulica. Sin embargo, fue hasta 1892 cuando se creó el primer termo al vacío usado en el laboratorio. Y en 1906 el físico escocés James Dewar diseñó un dispositivo que permitía conservar los gases en estado líquido: a una botella de vidrio le sobreponía otro vidrio dejando un vacío entrambos que disminuía considerablemente la pérdida del calor, inventando lo que ahora conocemos como termo. Dos años antes, el alemán Reinhnold Burger tuvo la visión de adecuar el principio de Torricelli y el termo al vacío, al uso doméstico. Para bautizar el dispositivo, convocó a un concurso entre estudiantes de donde salió el término thermos que en griego significa caliente. Los primeros termos se elaboraban artesanalmente, por lo que su producción iba muy atrás de la demanda. Sobre todo porque se utilizaba para almacenar vacunas y sueros, pues el termo conserva las temperaturas necesarias para sus traslados. Sin embargo, todo lo que se descubra o invente en Europa o en Estados Unidos, tarde o temprano será comercializado en forma masiva. Una vez el comerciante norteamericano W. B. Walker visitó Berlín y observó el funcionamiento de un termo, adquiriendo de inmediato su distribución para Estados Unidos. Desde luego que lo vendía muy caro, considerando que se estaba en la primera década del siglo XX, y ya costaba 7. 5 dólares por cada termo de un litro de capacidad. 

Aún así el éxito no se hizo esperar, pues el presidente William Taft lo adquirió y los hermanos  Wright lo utilizaron durante su vuelo trasatlántico. Esto catapultó su demanda y los más célebres personajes eran fotografiados con un termo en sus manos, incluyendo desde luego al conde Zeppellin, creador de los dirigibles que llevan su nombre; al explorador Robert Peary, y actores como Charles Chaplin. El tiempo ha pasado y el termo sigue siendo compañero infaltable entre viajeros, excursionistas, y trabajadores del volante. Claro que este producto se industrializó abaratándose y los nuevos materiales aislantes de calor permiten que el acceso popular a este producto que ha hecho más confortable la vida moderna.  Sin embargo, casi medio siglo después, siempre que veo un termo viene a mi mente la imagen del ingeniero Marroquín Toba haciendo uso intensivo de este útil dispositivo.