Un hombre mordaz siempre es propenso a murmurar y criticar con acritud o malignidad generalmente ingeniosas. Siempre han existido, existen y seguramente existirán personas, hombres y mujeres mordaces, pues esa es su naturaleza.
Hubo un hombre al que le decían simplemente Talleyrand (1754 – 1838) que era obispo, político y estadista francés. Su nombre completo era Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord; demasiado formal y él, a pesar de ser un hombre muy culto e influyente, procuraba dar la impresión de sencillez que le permitiera hablar con soltura y le daba más realce a su rapidez en las respuestas a cualquier tema, y no siempre en forma cómoda.
El día que Talleyrand agonizaba, el humanitario diagnóstico del médico que le atendía fue:
_Por el momento no hay peligro; el corazón funciona bien.
Más tardó en dar su diagnóstico cuando Talleyrand replicó:
_¡Claro! ¡Ha servido tan poco!
Su mordacidad le ganaba; ni él mismo se perdonaba en la hora previa a su muerte.
Cuento francés, versión libre mía