Editoriales

Las peleas salen caras

Un niño siempre estaba malhumorado y peleaba todos los días con algún compañero de la escuela; al enojarse decía y hacía cosas hirientes.

Su padre se dio cuenta y le pidió que cada vez que se peleara con algún compañero clavara un clavo en la puerta de su cuarto y para ello le obsequió una bolsa de clavos y un martillo.

El primer día clavó treinta. Terminó agotado, y poco a poco fue comprendiendo que le era más fácil controlar la ira que clavar clavos en aquella puerta.

Cada vez que iba a pelearse se acordaba de lo mucho que le costaría clavar otro clavo, y en el transcurso de las semanas siguientes, el número de clavos fue disminuyendo. Finalmente, llegó un día en que no peleaba con ningún compañero.

Había logrado apaciguar su actitud y conducta.

Fue a decírselo a su padre, quien le sugirió que cada día que no se enojase desclavase uno de los clavos de la puerta.

Meses después, el niño fue de nuevo feliz a decirle que ya no había ningún clavo en su puerta. Le había costado mucho esfuerzo.

El padre fue con él a ver la puerta y le dijo:

Felicidades, pero ahora mira los agujeros que han quedado en la puerta.

Cuando te peleas y te dejas llevar por la ira, las palabras que dices dejan cicatrices como estas.

Aunque al principio no puedas verlas, las heridas verbales pueden ser tan dolorosas como las físicas. La ira deja marcas en nuestro corazón.

Autor desconocido, citado por Irene Orce, versión libre mía.