Hace más de un siglo vivía en un pequeño pueblo del centro de la República un hombre sabio. No tenía títulos académicos pomposos, ni siquiera había terminado la escuela secundaria, pues en sus tiempos no era fácil estudiar, pero leía mucho. Derivado de ello su cultura era amplia; tocaba tres instrumentos musicales, pintaba bellos cuadros de paisajes y sus consejos se consideraban oro molido. Le iban a pedir consejos los representantes de casi todas las profesiones, los productores agropecuarios, los ricos de la región y los políticos.   

Una vez fue hasta su casa un directivo de una gran Universidad, no sin batallar, pues vivía en lo alto de una loma separada del pueblo.

Tocó la puerta y el sabio le indicó que pasara, y el universitario se sorprendió al ver por dentro la vivienda. Había un librero con muchos volúmenes, una cama pequeña, una mesa y una silla.

Lo primero que le dijo para iniciar la conversación, incluso antes de presentarse, fue una pregunta: _¿Dónde están sus muebles?, y el sabio le respondió:_ ¿Y dónde están los suyos?

_¿Los míos? Respondió automáticamente el universitario ¿Yo estoy aquí solamente de paso!

_Yo también, respondió el sabio.

Fin de la conversación