25/Apr/2024
Editoriales

El filántropo

En Monterrey hay gente buena, trabajadora, y de buenos principios.

Desde luego que hay excepciones, pero en lo general, los nuevoleoneses se distinguen por esforzarse en su progreso sin olvidar el compromiso social de crear empleos y mejorar el nivel de vida de los trabajadores.

Han existido grandes educadores, famosos artistas, encomiables promotores culturales, distinguidos profesionistas, formidables escritores y poetas, ilustres historiadores, reconocidos políticos y sorprendentes filántropos, que lo son cuando sus recursos superan a sus necesidades personales y familiares.   

Pero cuenta una leyenda que hubo en la primera década del siglo veinte un hábil ebanista que inició, en el solar de su casa, la construcción de una escalera de madera en forma de caracol, que comercializaría entre los vecinos poderosos que tenían grandes mansiones, pues planeaba hacerla a todo lujo.

Su casa tenía por barda unos postes de madera y alambre, de suerte que se veía el patio – taller desde la calle. Apenas estaba formando la estructura cuando un vecino fue a verlo y le dijo que le regalara por favor un pequeño pedazo de madera, pues lo necesitaba y que a él (al ebanista) no le haría mucha falta, pues tenía más.    

El ebanista dudó un poco y preguntó al vecino si era importante para él ese madero y al contestarle que sí, se lo dio y el vecino se fue con su rostro iluminado.

Luego vino otra persona a quien no conocía por haber migrado recientemente a la Ciudad y le explicó que si le prestaba algunos peldaños él podría trabajar y alimentar a sus dos hijos, pues preparaba y vendía barbacoa, pero no tenía dónde colocar la vasija para que la clientela viera su producto. Y los regresaría tan pronto tuviera dinero para comprar alguna mesa o banco que sirviera de mostrador.

El ebanista vio el entusiasmo del migrante y le regaló varios peldaños, con lo que este se retiró feliz.

El ebanista retomó su trabajo comenzando a colocar el pasamanos a la escalera de caracol, y al rato fue una mujer a pedirle un pedazo de madera que necesitaba para tapar un agujero en su casa pues ya el frío comenzaba a arreciar en esas noches de noviembre. El carpintero se lo dio y la mujer se fue agradecida.

La voz se corrió entre los vecinos de aquel Monterrey en crecimiento, y pronto vinieron muchos otros regiomontanos recién llegados de otras entidades en busca de empleo a pedirle trozos de la madera, y el ebanista ya le había hallado buen sabor al hecho de ayudarlos, así que a la mayoría le obsequió lo que requerían, tan sólo les hacía algunas preguntas para cerciorarse de que realmente lo necesitaran.

Después supo que algunos de ellos hicieron fuego usando la madera fina como leña, y aún así -extrañamente- sentía un placer inexplicable.

Sin embargo, la escalera que nunca terminó era su único ingreso programado y su esposa le reclamó al iniciar el mes de diciembre diciéndole que no tenían para darle una buena cena de Navidad a sus hijos, y él apenas le estaba contestando que de alguna manera fabricaría algún producto para vender, cuando tocaron a la puerta.

Salió y estaba un señor que venía en un carruaje y le traía mensaje de la gerencia de la nueva empresa de fundición de fierro y acero.

La empresa necesitaba oficinas elegantes porque sus clientes serían los grandes señores del capital internacional, así que decidieron que en ellas hubiera escaleras de madera fina y algunas paredes forradas de caoba, y que buscaron al mejor ebanista de Monterrey.

Que anduvieron preguntando y en todos los barrios les dijeron que el mejor era él, y que si estaba dispuesto a tomar ese contrato, que se pusiera a trabajar inmediatamente. 

Dijo traer instrucciones de que si aceptaba, en señal de trato le entregara un anticipo de doscientos pesos.

El ebanista tomó el anticipo, y luego de pasar una feliz Navidad con los suyos, terminó los trabajos de la fundidora seis meses después, y con las utilidades montó una fábrica grande de muebles de madera y se dedicó a hacer obras de beneficencia.

Había nacido un filántropo que primero lo fue antes de ser próspero, haciendo honor a las palabras de la madre Teresa: si no se vive para los demás, la vida carece de sentido.