24/Apr/2024
Editoriales

El camino a Guadalajara

A finales de la década de los sesenta viajé a Guadalajara muchísimos fines de semana para visitar a mi novia. Salía de mi trabajo el sábado a media mañana y enrumbaba por la carretera a Saltillo; lo único indispensable era llevar un vehículo poderoso, que no se arranara en las subidas de la montaraz carretera, ni se calentara con la velocidad continua por tantas horas. Resolviendo ese tema, lo demás era lo de menos. En aquellos tiempos no había, al menos yo no tenía, equipos estereofónicos en el automóvil, sólo era la radio cuyas estaciones se dejaban de escuchar tan pronto se alejaba uno de las grandes ciudades, y como el ruido distorsionaba la música, yo siempre lo apagaba. Pasando Saltillo entraba a la desértica zona de Zacatecas, franqueando a Concha del Oro y luego tomando una de las carreteras más rectas que conozco, hasta el entronque de Fresnillo. De ahí ya no era tan aburrido el trayecto, pues empezaban los tramos sinuosos que tienen mucho de atractivo, sobre todo en la montaña.

Cuando un joven viaja solo se genera un proceso milagroso; la raya blanca central de la carretera es excelente compañera que estimula a la imaginación y abre inéditos escenarios en enhiesta procesión.

Conforme van pasando las horas se va accediendo paulatinamente al mundo del silencio en delicioso ascenso. Acaso se regresa al mundo del ruido cuando se atraviesan poblados en los que no falta algún grupo de gente esperando transporte, o una cazuela encima de la lumbre meneada por manos hábiles que revelan la delicia del platillo en ciernes que posiblemente sean carnitas o chicharrones de puerco. Mmhh.  

Pero esas imágenes duran un par de minutos; el caserío se aleja regresando la plácida soledad en un precioso marco de montes y montañas azules. 

En aquel ambiente que transmitía poder, la imaginación se daba gusto; todo era posible; el mejor negocio, la mejor jugada de ajedrez, el mejor discurso, la mejor canción…

Tampoco faltaba la hora de análisis de las amistades, del agradecimiento a los buenos y las palabrotas a los malos amigos.    

Hacía cuentas, de cuánto debía a proveedores y cuánto me debían los clientes; me reprochaba los errores evidentes, las oportunidades desaprovechadas, y mi falta de tiempo para convivir con mi familia. 

Pasaba unos cuantos pueblos zacatecanos, por San Juan de los Lagos y Jalos, ya en territorio de Jalisco; faltaba poco, y comenzaba a prepararme para el festín sensual de la llegada en el crepúsculo a Guadalajara. Acariciaba la vista a la Barranca de Oblatos, y el trayecto de Tepa, y Zapotlanejo a Guadalajara.

Disfrutaba hasta cuando me oscurecía en el camino, porque el resplandor de las luces de la lejana ciudad me daba ánimo.

Y todo para estar solo un día, claro, con serenata, misa y comida dominical, y pa’tras de regreso a Monterrey, otra odisea semejante. ¡Cuántas cosas pasaban en tan pocas horas!