26/Apr/2024
Editoriales

Amigos disímiles

Don Eugenio Ortega heredó buena fortuna. Además, reunía talento para las inversiones y buena suerte en los negocios, convirtiéndose en un hombre muy rico.

Sin embargo, su carácter era hosco y ello le impidió formar una familia estable, a pesar de ser bastante generoso, en su trato proyectaba una arrogancia que en realidad no tenía. 

Tenía un amigo de la infancia llamado Emilio González, también empresario tenaz que trabajaba todo el día y sus inversiones eran acompañadas de cautela.

Pero su hado zigzagueaba frecuentemente. Y en una de sus acostumbradas volteretas, su empresa dedicada a las exportaciones sufrió una gran pérdida y Emilio se declaró en quiebra.

Acorralado por los bancos, envió Emilio a su hijo Raúl en busca de su amigo Ortega para que en su nombre le pidiera prestado un millón de pesos para regresar al negocio de las exportaciones con las nuevas reglas oficiales e intentar recuperarse de sus pérdidas. 

Raúl buscó a Don Eugenio Ortega y en breve tiempo fue recibido en la sala de juntas de su grupo corporativo. Al entrar se puso nervioso pues el señor Ortega, muy serio, ya estaba sentado en la cabecera de la mesa, en una evidente actitud de perdona – vidas.

_Don Eugenio, mi padre Emilio González le manda por mi conducto un afectuoso saludo y le solicita un favor. Detiene su presentación esperando alguna reacción de Ortega.

Pero Ortega no se digna a responderle, sólo le clava la mirada en los ojos pensando que su amigo no tuvo el éxito que él sí alcanzó en los negocios, pero la fortuna de formar una familia era envidiable, pues sabía que Raúl era uno de los tres hijos de su amigo Emilio.  

Raúl no sabía qué hacer ante el silencio y se animó a continuar explicando que su padre le solicitaba un préstamo –que pagaría con sus respectivos intereses- para regresar al mercado internacional en condiciones competitivas.

Ortega no le respondía sino hasta después de un par de largos minutos.

_Ve y salúdame a tu padre, le dijo ásperamente, levantándose de su asiento y entrando a su oficina que estaba contigua a la sala de juntas. 

El joven Raúl estaba desconcentrado. ¿Por qué se negaba a ayudar a su padre si eran amigos? Un millón de pesos no era una gran cantidad para Don Eugenio. Luego de aguantarse las ganas de gritarle algunos improperios, dejó pasar diez minutos para calmarse y salió de la sala rumbo al estacionamiento del edificio. No sabía cómo le iba a explicar lo sucedido a su padre, sería un golpe muy fuerte dadas las condiciones anímicas en que se encontraba luego de su bancarrota.

Bajó al estacionamiento, subió al auto, y al llegar a la caseta de salida, junto al velador que le había pedido una identificación para ingresar al edificio, vio estaba una señorita con unos papeles en la mano. Ella le dijo sin mayor preámbulo que el señor Ortega le enviaba un cheque a nombre de su padre y que sólo firmara de recibido.

El cheque era de cinco millones de pesos.

Emilio González lloró de alegría cuando recibió el cheque de su amigo Eugenio Ortega. De inmediato reinició operaciones comerciales con las nuevas políticas internacionales y rápidamente multiplicó el dinero recibido en aquel cheque.

Envió de nuevo a su hijo Raúl a pagar la deuda en un lapso de ocho meses con un incremento del 20%, así que le llevó a Don Eugenio un cheque de seis millones de pesos.

Sentado en la misma sala le dijo al inmutable señor Ortega que su padre estaba muy agradecido y que le enviaba el pago del préstamo con un rédito del 20%.

Don Eugenio de nuevo no le dijo nada, y ahora ni siquiera le dirigió la mirada.

Se puso de pie y en tono airado le expresó, mirando a la ventana que daba a la Sierra Madre:

_Qué lástima que tu padre no tenga la sensibilidad para entenderme. Salúdamelo de nuevo y llévale el cheque que me trajiste; dile que yo no soy su banquero. 

Y se retiró rápidamente a su oficina, igual que la vez anterior. 

 

 

Cuento de Idries Sha, versión libre mía.