Editoriales

Viva la modernidad

La época conocida ahora como “porfiriato” fue en su momento la época de oro para los mexicanos bien acomodados.

A finales del siglo XIX y principios del siglo XX nuestra nación tenía una infraestructura nada despreciable a nivel mundial. Ferrocarriles, telégrafos, caminos y máquinas de vapor permitían movilizarse por buena parte del territorio nacional en tren, y en los primeros automóviles que recién se incorporaban al paisaje urbano de la ciudad de México. La energía eléctrica llegaba cada vez a más lugares, el cinematógrafo y los nuevos procesos de construcción olían a futuro.

Para 1903, había en nuestro país nada menos que 136 automóviles, y para 1906, el parque vehicular se había incrementado hasta llegar a la inconcebible cantidad de 800 autos.

Por tanto, el gobierno de la ciudad de México tomó cartas en el peliagudo asunto, y para prevenir accidentes, el 25 de agosto de 1906 expidió un reglamento de tránsito, donde limitaba las velocidades de estos primeros 800 vehículos automotrices. La velocidad no podía ser superior a los 40 kilómetros por hora en los lugares donde no había riesgo de choque, y de 10 kilómetros por hora en las carreteras y avenidas de mayor tráfico. No se debía sobrepasar a otros coches y mucho menos al tranvía.

Algo muy característico era que el reglamento de México obligaba a que los autos que se acercaran a un crucero, anunciaran su presencia con un claxon o con una trompeta. Pero eso sí, en caso de que asustaran a algunos animales, deberían disminuir la velocidad y en algunos casos se deberían detener.

 

González Navarro, op. cit., pp. 696-697