Editoriales

El desodorante

Pocas cosas son más desagradables que el mal olor corporal. Subirse a un transporte público en Europa es mucho más martirizante que hacerlo en América. Hay varias razones y una de ellas es la ancestral escasez de agua en algunas regiones europeas que los ha hecho racionar el preciado líquido.

El término “odor” y “odorante” vienen del griego odsaína, que es hedor, a su vez viene de odseín, que es oler. El problema no es nuevo. Hace 4 mil 500 años los sumerios fueron los que iniciaron a preocuparse por el olor del cuerpo. Clasificaron a estos olores en dos insoportables: el mal aliento o halitosis, y el olor fétido de los sobacos o sobaquina. Es clásica la anécdota de Hierón, tirano de Siracusa (siglo III adC) que sufría de una fetidez patológica que se llama acena, proveniente de la membrana pituitaria. Él no lo sabía hasta que una mujer extranjera se lo dijo. Los que escucharon se petrificaron pues pensaban que el tirano la castigaría, pero al contrario, fue a ellos a quienes les reclamó por no habérselo dicho nunca.

A pregunta expresa, su esposa contestó que ella no había estado cerca de ningún otro hombre y que por lo tanto pensaba que así olía el aliento de todos los hombres. Lo cierto es que el problema comenzó a atacarse entre las diversas culturas restregando la piel con limones y naranjas. Los egipcios sin querer le dieron buena avanzada al depilarse las axilas porque se puso de moda y disminuyó el mal aroma de los sobacos. Es que en esa zona se crían bacterias, se reproducen y mueren y se descomponen. Los griegos y los romanos aprendieron de los egipcios la elaboración de los primeros desodorantes, que no eran sino simples mezclas de aromas y perfumes, partiendo del principio de que un olor ahogaba al otro. Ya para finalizar el gran Imperio Romano, se puso de moda colocarse en las axilas pequeñas almohadillas con aromas, que atacaba el olidae caprae (el mal olor a cabra de los sobacos).

En las Iglesias, allá por la Edad Media se inventó otra solución: un incensario gigante, de donde viene el botafumeiro de Santiago de Compostela, que esparcía el incienso entre los fieles peregrinos que caminaban días sin bañarse. El problema del mal olor le costaba mucho dinero a las damas eurpeas pues no podían usar más de cinco o seis veces un vestido porque se impregnaba la tela de olores fétidos en los sobacos y en el pecho. La gente urbana olía a demonios, y la del campo no tanto. Así que se puso de moda irse una temporada a la montaña o al campo para desodorizarse, pues la gente se oreaba permitiendo que el aire se llevara aquella podredumbre que emanaba de su piel. Pero también hay que decir que hay personas que no les molesta el olor corporal, por ejemplo, Napoleón le mandaba avisar a Josefina que llegaría en determinados días a verla y que por favor no se lavara.      

El primer desodorante real se inventó en Estados Unidos en 1887 y se llama MUM, un compuesto de crema y zinc, un inhibidor del sudor. En 1902 salió la competencia: el Everdry, que significa “siempre seco”, aludiendo a que las axilas estarían siempre secas si se aplicaba ese producto. En la farmacia de mi padre era infaltable que en el anaquel de los perfumes había los tres productos, porque luego salió en 1919 el Odorono, que les competía en serio. El tema no es agradable y hay quienes se ofenden cuando se les dice, pero el ejemplo de Hierón II debe servirnos pues si nadie nos dice que traemos mal aliento pronto veremos reducido el listado de nuestras amistades.