28/Apr/2024
Editoriales

Hijos en el Hijo

Dr. Lorenzo de Anda y Anda.

 

(Homilía en la misa exequial de Laura de Anda de Marichalar)

 

1. Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. No han recibido ustedes un espíritu de esclavos, que los haga temer de nuevo, sino un espíritu de hijos en virtud del cual podemos llamar Padre a Dios (Romanos 8, 14-15, segunda lectura).

 

Supongo que cada uno de ustedes aquí presentes, vinculados a la querida Laura por distintas circunstancias, tendrán algún motivo para agradecerle a Dios haberla conocido y tratado. Yo, que tuve la oportunidad, casi diría la gracia, de acompañarla espiritualmente a lo largo de varios años considero que fue la filiación divina, su singular vivencia de su condición de hija de Dios, la gran verdad que iluminó toda su vida.

 

Muy probablemente todo comenzó desde pequeña, en el seno de su familia. Luego habrá aumentado en su escuela y en su parroquia, pero sin duda alguna tuvo un reforzamiento, una profundización notable, con motivo de su vocación al Opus Dei. Estimo que hizo suyas, de modo muy personal, aquellas palabras de san Josemaría: Hijos de Dios. –Portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras.

 

–El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine… De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna (Forja, n. 1).

 

2. Es bonito considerar que la Iglesia, como buena Madre, nos acompaña a lo largo de la vida, desde que nacemos hasta que morimos. Esta mañana, en esta misma iglesia, tuve la alegría de bautizar a una pequeña sobrina. Y le comentaba a sus padres y padrinos que, no hace mucho, un joven en un tono un tanto desafiante me decía: ¿A poco nada más los cristianos son hijos de Dios?, ¿y los demás?

 

Le contesté que, obviamente, todos los hombres, creados a imagen y semejanza de Dios (Génesis 1, 26) son sus hijos. Dios ama a todos y quiere que todos se salven (1 Timoteo 2, 4). A todos les da la ayuda necesaria para llegar al Cielo. Pero los cristianos, por el bautismo, tenemos la seguridad de que esa filiación divina actúa ya en nosotros, somos hijos de Dios en Cristo, toda la fuerza redentora de su misterio pascual (su pasión, muerte, resurrección y ascención) actúa en nosotros haciendo posible, si somos dóciles a su gracia, que nos vayamos identificando con Él. Y eso hace toda la diferencia.

 

La de Laura fue una piedad profunda y sencilla, delicada y, casi diría, dulce; en la que esta hermosa verdad de la filiación divina lo iluminaba todo. Su amor de esposa a Roberto, su generosa manera de vivir la maternidad, especialmente con el pequeño Gabriel que fue un gran e inesperado regalo de la Providencia. Sus relaciones con la familia y con el enorme grupo de amigas a las que tanto quiso.

 

Tengo que confesarles que me conmovió mucho saber que estas amigas se organizaron en un “chat” con más de sesenta participantes para rezar por ella durante muchos meses y, particularmente, cuando las cosas se complicaron más, en estas últimas semanas. Hace unos días recibí un mensaje grabado de Roberto en el que, con voz entrecortada, me decía: Padre, Laura “se durmió” y dicen los médicos que no despertará más. Pues sabiendo que estaba así de grave, sus amigas rezaron mucho. Y el Señor las escuchó. Le concedió a Laura despertar y tener tres hermosos días de vida consciente para despedirse de su familia y de sus más íntimas amigas. ¡Que fuerza tiene la oración!

 

Vuelvo a la filiación divina. Pienso que esa certeza de saberse hija de Dios, también se proyectó en su trabajo profesional de decoradora. Trabajo en el que puso todo su empeño. La belleza de sus famosos árboles y demás arreglos navideños, brotaba tal vez de esa profunda paz interior, de su riqueza espiritual.

 

3. ¡Cuántas veces comprobamos que los caminos del Señor no son nuestros caminos! (Isaías 55, 8). Nosotros hubiéramos deseado que Laura no se enfermara y, menos aún, que muriera. Pensábamos que todavía podía hacer mucho bien entre nosotros. Y el modo como ocurrieron las cosas nos ha dejado adoloridos y desconcertados.

 

Ahora bien, en medio de la oscuridad que rodea la situación hay, en mi opinión, una suave luz. El Señor llama a su presencia, de vez en cuando a personas así, relativamente jóvenes y muy activas (Laura tenía apenas 53 años), para que no olvidemos todos que en cualquier momento algo parecido nos puede ocurrir. Es decir, para que no pensemos que solo se mueren las personas muy mayores; y recordemos así que no tenemos aquí nuestra morada permanente (Hebreos 13, 14); que, en definitiva,  somos peregrinos y que debemos que estar preparados para la posible llamada de Dios.

 

4. Agradezcamos al Señor las gracias con que quiso embellecer el alma de la querida Laura y pidámosle dos cosas: que se la lleve pronto al Cielo, y que también nosotros, con la ayuda de la Virgen María, sepamos vivir cada día como buenos hijos de Dios.

 

Francisco A. Cantú, Pbro.

 

San Pedro, N.L., a 23 de junio de 2023.