01/May/2024
Editoriales

¿Qué crees que pasó?

Abril 5 de 1933: Sucede en la tranquila ciudad de Monterrey un homicidio brutal, en la casa ubicada en la calle de Aramberri número 1026 oriente, cercana al Barrio de la Luz. El jefe de la familia, Delfino Montemayor, se despide para ir al trabajo en La Maestranza –como todos los días lo hacía- a las 6:30 horas de su esposa Antonia Lozano, de 54 años mientras Florinda, la hija de ambos, de 19 años, dormía en su recámara. Esta laboriosa familia era originaria del municipio de Zuazua, y para mudarse a Monterrey, Delfino había vendido todo su patrimonio.

Al regresar por la tarde don Delfino vio con terror y rabia los cadáveres de sus seres queridos: esposa e hija quienes fueron cruelmente asesinadas.

Se deduce de inmediato que al saberse que tenían dinero en efectivo producto de la venta mencionada, algún facineroso penetró en la casa y sacrificó sin miramientos a la madre y a su hija para luego huir con las pertenencias. Las autoridades quedaron asombradas por la forma tan salvaje del crimen cometido, sin parangón en aquellos tiempos. Y de inmediato la policía investigadora se fue sobre unos parientes de la familia, pues la puerta de entrada a la casa no había sido forzada y fueron las propias infortunadas mujeres quienes permitieron en su momento el acceso a sus agresores. Un detalle guió a la captura de los asesinos al detective Inés González: un rastro de sangre salía de la casa del crimen con rumbo a otro domicilio situado a escasos metros. Y para asombro de todos, efectivamente dos de los asesinos resultaron ser sobrinos de la señora Florinda, hallando el botín en un negocio que tenían a la vuelta de la casa. Uno de ellos llamado Gabriel confesó que él y dos secuaces planearon el robo junto con un chofer y tuvieron qué asesinar a las mujeres para no ser reconocidos. Fueron arrestados y en espera de una dura condena, fueron ejecutados aplicándoles la popular ley fuga en una loma llamada de la Santa Cruz, situada a la entrada y en enfrente del cementerio de General Zuazua, Nuevo León. Luego los cuerpos de los asesinos fueron expuestos para calmar el morbo y las buenas conciencias de la sociedad regiomontana de la época. Mucha gente del Monterrey de entonces calificó este acto como justiciero y ordenado por el padre y esposo de las víctimas. 

Los cuatro maleantes confesaron que originalmente iban con la intención simple de robar pero terminaron degollando a sus víctimas. Los criminales se llamaban Gabriel Villarreal, Emeterio González de León, Pedro Ulloa y los hermanos Heliodoro y Fernando Montemayor, estos últimos eran sobrinos de los dueños de la casa, y el negocio cercano era una carnicería propiedad de Gabriel y Emeterio, quienes eran famosos en el barrio. El crimen se fue borrando con el paso del tiempo de la memoria de los vecinos, pero no así algunos extraños sucesos que aseguraban se desencadenaron de ahí en adelante en la casa Aramberri.

Según las versiones de la época, había en la casa un loro que repetía incansablemente las palabras fatídicas: “Diles que no me maten, Gabriel”, “Diles que no me maten, Gabriel”.

El tema ha sido inspiración de dos novelas, la primera fue de Eusebio de la Cueva al poco tiempo de sucedidos los hechos y la segunda en 1994 escrita magistralmente por Hugo Valdés Manrique, autor a quien debemos casi todo lo conocido del crimen que conmocionó a la sociedad nuevoleonesa, a pesar de que actualmente hemos sido testigos de otros igual o más sanguinarios, pero los tiempos y la forma de ver las cosas cambian. La obra de Hugo Valdés, El Crimen de la Calle de Aramberri, devela una cara ignota del Monterrey antiguo, el de las familias recatadas que pasaban las tardes calurosas en mecedoras sobre la banqueta buscando un poco de aire fresco. La de hoy es una ciudad violenta, y como toda gran metrópoli, con problemas serios en los aspectos de servicios públicos y de pacífica convivencia. El crimen de la casa de Aramberri, en los años treinta; el de los Pérez Villagómez, a finales de los cincuenta; la muerte de las hermanas Millet, a principios de los setenta; el crimen del niño Hernán, a mediados de los ochenta; el asesinato de la jovencita Anita Nassar, y otros casos lamentables dibujan el grado de “avance” que ha tenido nuestra sociedad.