02/May/2024
Editoriales

Alguien nos robó los tendajos y las vulcanizadoras

Monterrey ya no es el de antes.

 Cuando era niño, había negocios imprescindibles para la ciudad como los tendajos y las vulcanizadoras. 

 Su servicio era solo igualado por los afiladores itinerantes, los ambulantes de frutas y verduras, el panadero de bicicleta y los conjuntos fara fara de Madero y Pino Suárez.

 Mi abuelo Ramón tenía un tendajo en Porfirio Díaz y M. M. del Llano, y en la Secundaria Uno tuve un compañero llamado Pancho cuyo padre tenía una vulcanizadora al final de Monterrey, allá por el vado de la Villa de Guadalupe.

 Gracias a su invitación conocí su emocionante empresa.

En vacaciones, mis padres me mandaban a ayudar a mi abuelo en el tendajo.

 Me levantaba tempranísimo por el pan de la panadería de Vallarta, entre M. M. del Llano  y Tapia.

 Me agasajaba con los indescriptibles olores del horno, tanto que regresaba lleno al tendajo; nunca supe qué conexión tenían los pulmones y el estómago, que no desayunaba.

 Luego llegaba la leche en sus elegantes botellas de vidrio de a litro, y había que meterlas al refrigerador antes de que amaneciera.

 Para las seis de la mañana vendíamos lo comprado en la madrugada, pues lo que se quedaba después de las ocho, había que comérselo.

 Así aprendí los secretos del tendajo, junto a todos los nombres de los vecinos que llevaban pan, leche, huevos, tomate, aceite, o algún sombrero de paja o de cuero, pues tenía que anotarselos en una ajada libreta llamada ‘fiado’.

 Pero de lo que nunca supe nada fue de la vulcanizadora, sombrío negocio.

 Mi compañero Pancho se ponía durante su jornada de trabajo un pantalón viejo del uniforme escolar color caqui con un inesperado tono gris-negro-azulado.

 Dos veces fui a visitarlo, todo olía a hule quemado, y me impresionaba su destreza para desmontar llantas del rin con un gancho metálico grueso apoyado en un centro de acero, diseñado para ello.

 Yo nunca podría haber sido vulcanizador; se requiere destreza y personalidad pues cuando parchan las cámaras, las llenan de aire y las meten a un tambo de 200 litros cortado por la mitad, lleno de agua neja a ver si le salen burbujas.

 Les tapan el pivote con un dedo, sin inutilizarse la mano pues con las dos sumergen la cámara en el agua, con especial garbo, y cobran buen dinero al dueño del auto.

 Pancho era callado, pero una vez lo vi pelear, y desde entonces preferí ser su amigo para no tener que enfrentarme con él, a causa de alguna compañerita de la escuela.

 Monterrey ya no es el mismo, ahora existen los impersonales Price, Sam’s, Sorianas, Oxxos, y los tendajos de barrio desaparecieron.

 Y lo más esotérico: ya no se ven vulcanizadoras, como antes, pese a que ahora hay dos millones y medio de autos. ¡Qué diferente es Monterrey!

 

  Paradojas, Leopoldo Espinosa Benavides, Universidad Autónoma de Nuevo León, 2011.