Editoriales

Ernesto

 

Era medianoche y no sabía qué decirle al pueblo.

El día había sido largo y asfixiante.

Todos sus sueños se derrumbaron a causa de 40 gramos de plomo lanzados desde la recámara de un arma ignota y despiadada.

Lo intentó, pero no pudo ir a verlo físicamente porque temía estallar en llanto, más que por el coraje del alevoso ataque o por cariño al caído, por sí mismo.

Habían sido demasiados los esfuerzos y muy valioso el tiempo invertidos en darle credibilidad al proceso.

No eran muchos, pero sí muy temibles amigos trocados en enemigos, para nada.

Ahora todo se complicaría más.

Debía re-decidir el mismo asunto, pero ya los tiempos no los determinaba él, sino un calendario electoral fatal.

Ni siquiera podía detener el reloj pues la noche avanzaba, y él debía decir algo.

Lo que mandara decir con alguien, no sería creíble, necesitaba informar oficialmente lo sucedido.

No contestaba llamadas a excepción de las de su enviado para saber los detalles con certeza.

Las afrancesadas redacciones de las habituales tarjetas no eran creíbles en ese momento. Las imágenes de los rostros de quienes podrían ser culpables se agolpaban pues sus neuronas estaban revolucionadas como nunca antes lo habían estado, y eso que eran su principal característica.

La gente parecía saber exactamente el fondo y la forma de lo sucedido.

Ahora el culpable era él.

No piensan que él había perdido más que todos con el magnicidio.

Como la irrepetible oportunidad de instalar un segundo maximato.

Pronto concluyó quién fue realmente el beneficiario de aquel fatídico miércoles 23 de marzo.