18/Apr/2024
Editoriales

De paseo por Estambul

He estado un par de veces en la gigantesca ciudad de Estambul. En la última ocasión, hace tres años, ya me impresionaron sólo tres cosas: el histórico Bósforo, el estrecho que separa Asia de Europa, pues el hecho de voltear a un lado y ver un Continente, para luego hacerlo al otro lado y ver el otro Continente, siempre impresionará. La segunda es el morrocotudo congestionamiento vehicular que se forma en sus dos puentes de más de un kilómetro de largo cada uno: el Bogasiçi y el de Faith Sultan Mehmed, separados por unos 5 kilómetros.

Y la tercera cosa que me impresionó fue, de nuevo, sus templos religiosos. El primer tema es de carácter histórico, pues desde mucho antes del albor imperial Otomano se desarrollaron guerras de las grandes potencias para dominar ese pedacito de canal natural que conecta el mar de Mármara con el Mar Negro. El segundo tema es ya es plaga mundial. Aquí mismo, en nuestra ciudad, hay horarios que de plano es imposible transitar por la densidad del universo de automotores en competencia por avanzar un metro. El tercero es difícil para nosotros entenderlo. Al entrar a la Mezquita Azul, uno de los templos religiosos más representativos, no se encuentra uno con nada, excepto con las paredes y un pequeño cambio de niveles en el piso; sin mobiliario, ni una sola imagen, únicamente con un nombre sin determinar: Allah “El Dios”.

Los niveles son para dividir el área de hombres que se colocan al frente, y el de mujeres que van atrás. Es casi inexplicable que en ese escenario la gente se postre ante una ausencia pero que, para ella, es presencia. Acaso se advierte, luego de que alguien nos lo revela, que se inclinan en dirección a donde se supone que se encuentra La Meca. Pero sin sacerdotes, se trata sólo del ser humano en pie ante lo desconocido, admirándose del vacío, presentándose ante lo que había en su corazón, reflejado en la pared desnuda. Las diferencias culturales son grandes, comenzando por las religiosas.