18/Apr/2024
Editoriales

La cabeza de Moro, el santo de los políticos

El rey Enrique VIII de Inglaterra fue un hombre temible. Lo mejor que hizo durante su mandato fue hacer su consejero al humanista y teólogo franciscano Tomás Moro, quien evitó muchas desgracias a su país y al mundo, pues gobernar una potencia sin un ápice de principios legales o morales, era iniciar sangrientas conflagraciones cotidianamente.

Lo hizo consejero real porque Enrique VIII admiraba a Moro y este le imbuía principios internacionales de legalidad. Moro, en su faceta de literato escribió una obra famosa titulada: “Sobre la mejor condición del Estado y sobre la nueva isla de Utopía”, que es una crítica a las injusticias sociales denunciando la actitud de la realeza que no hacía nada a favor del pueblo, sólo para sí misma. Moro imagina en su libro cómo sería una sociedad sin explotadores ni explotados, algo parecido a la República de Platón y el mito de la Edad de Oro, donde no habría dinero y que todo mundo trabajara buscando el bien común.

Desaparecían el derroche y la miseria mientras los ciudadanos cultivaban libremente su espíritu. Hasta ahí lo aguantó Enrique VIII, pero cuando éste rompió con la Iglesia de Roma debido a que el papa no quiso anular su matrimonio con Catalina de Aragón para casarse con Ana Bolena, y se convirtió en la cabeza de la Iglesia de Inglaterra, Moro no aceptó el poder espiritual de Enrique VIII. Esto fue suficiente para que su cabeza rodara en la guillotina instalada afuera del Palacio Real de Inglaterra.

Y al ver que no hubo consecuencias inmediatas, el rey tomó la costumbre de decapitar a diestra y siniestra, pues la Iglesia de Inglaterra lo apoyaba. Decapitó también a sus esposas Ana Bolena y a Catalina de Howard, y a Catalina de Aragón nomás la encarceló de por vida. Se dice que cuando después Enrique VIII pidió la mano de la duquesa Cristina de Milán, viuda del conde Francesco de Sforza, la respuesta de la dama fue: “si yo tuviera dos cabezas, con gusto pondría una de ellas al servicio del rey de Inglaterra”. Por su parte, el nombre de Tomás Moro no fue olvidado, pues en 1886 fue beatificado y luego, en 1935, canonizado. Se le considera el santo de los políticos y gobernantes, así que perder la cabeza le dio a Moro un prestigio que ha trascendido a las generaciones.