28/Apr/2024
Editoriales

La vanidad existe no solo entre los buenos

Una amiga iba conduciendo su automóvil y de pronto se sintió mal. Le atacó un fuerte dolor en el vientre, la calle se le movía como si estuviera en medio de un terremoto, y estaba a punto de perder el conocimiento.

 Como pudo, se orilló y aguantó sin desfallecer hasta que una ambulancia la llevó al hospital.

 Llegó casi sin signos vitales y el personal médico se admiró de que no hubiera perdido el conocimiento, pues en esos casos la generalidad de las personas se dejan llevar por la somnolencia propia de un súbito decaimiento agotador.

 Después de un tiempo, ya recuperada, me dijo que no se había desmayado porque no podía permitir llegar inconsciente al nosocomio y que le pusieran una bata para examinarla, porque su ropa interior no hacía juego.

 Esa vanidad muy propia de las damas de buen vestir, le permitió superar la inercia de perder el conocimiento, algo que fue determinante para el buen diagnóstico médico.

  Hay muchos ejemplos de que el ‘pecado’ de vanidad ayuda a sobrellevar las tragedias entre la gente buena, como mi amiga, y también entre los rufianes que, como dijera un célebre presidente, ‘ellos también son pueblo’. 

 Tal es el caso del argentino Ciriaco Cuitiño (1795-1853), un vanidoso comerciante oriundo de Mendoza, que en 1835 ingresó al cuerpo de sayones bonaerenses. 

 Ya uniformado, le sacó sabor al poder y al dinero, liderando un grupo criminal de policías conocido como La Mazorca, que aparentaba proteger a la sociedad pero secuestraba y asesinaba, hasta que un día les cayó el chauiscle y todos fueron detenidos. 

 A finales de octubre de 2018, el tal Cuitiño fue ejecutado. 

 Pero un día antes, el cura que lo confesó le preguntó cuál era su última voluntad. Cuitiño, que además de vanidoso era inteligente, le pidió al padre aguja e hilo.

 

 Se le concedió y se pasó las últimas horas de vida cosiendo su camisa al pantalón. Nadie entendía cuál era su objetivo, pero al verlo ejecutado con su cuerpo colgando por largas horas en una de las principales plazas de Buenos Aires, como escarmiento a los rebeldes y a los asesinos, advirtieron que -a diferencia de otros- nunca se le cayó el pantalón.