04/May/2024
Editoriales

José de Urrea

 

La invasión norteamericana dejó un México, vencido, amputado, paupérrimo y humillado. Sin embargo, la derrota contra los estadounidenses permite ver con claridad algunas actuaciones heroicas, no sólo aquellas consagradas por la historia como el caso de Los Niños Héroes. Hubo otras como la del sonorense José de Urrea que siguió peleando contra los invasores cuando ya gobernaban el estado de Nuevo León. 

El 25 de septiembre de 1846, tras la Batalla de Monterrey, Ampudia se rindió entregando formalmente nuestra Ciudad al general Taylor. Y tres días después, Santa Anna discurseaba a sus tropas en San Luis Potosí diciéndoles -eufórico- que brindaba por la pronta recuperación del norte, ya no sólo de Texas, sino también Nuevo León. 

En nuestra Ciudad reinaba el caos en medio de una diáspora de familias huyendo de los norteamericanos. El Gobernador abandonó la Ciudad, el Congreso se disolvió, y el poder Judicial estaba atado de manos. Sólo el Ayuntamiento de Monterrey intentaba gobernar con las leyes mexicanas, pero la Real Politik no lo permitía, pues los norteamericanos apoyados en su ley marcial abusaban a diestra y siniestra cotidianamente.

Ante el desolador escenario, José de Urrea, un militar que había actuado bajo las órdenes de Santa Anna, incómodo con sus propias actuaciones realizadas en función de su disciplina militar, e inconforme con las conductas de sus superiores, decidió no obedecer al presidente José Mariano Salas, ni al jefe de las fuerzas nacional, Antonio López de Santa Anna, y menos al jefe del Ejército del Norte, Pedro de Ampudia. Organizó a 400 hombres decididos para hacerles “la vida de cuadritos” a los norteamericanos. 

Atacó a los invasores durante todo el tiempo de la ocupación militar, con estrategia de guerrilla. En un informe del año de 1847, Jorge Treviño, alcalde de Hualahuises, dijo al gobernador Francisco de Paula Morales: José Urrea atacó “a un convoy de suministros en la que capturó 121 carros de víveres, 137 mulas cargadas de ropa y 50 prisioneros”. 

Urrea reportó que en tres encuentros, los gringos han perdido entre carros y efectivo como un millón y medio de pesos. Que les ha quemado unos 400 carros, arrebatado más de mil mulas, y han muerto como 300 de sus hombres y 150 prisioneros. “Si tuviera 500 caballos buenos y mil infantes, ya habría puesto paz en estos rumbos”. 

La respuesta de los seis gobernadores norteamericanos de la Comandancia de Nuevo León y Coahuila, sobre todo de Taylor y Scott, fue cruel, ensañándose con la población civil. Un periódico capitalino del 14 de abril de 1847 informaba que “que la mayor parte de la ciudad de Monterrey ha sido quemada desde la esquina de la quinta del general Arista (por la Purísima), hasta la Plaza del mesón (donde se juntan Hidalgo y Morelos), del lado del norte hasta los puentes, sin quedar más que un cuadro de casas por los cuatro rumbos; tiraron la torre de la catedral, y fundieron sus campanas. El convento de San Francisco (donde hoy está el Círculo Mercantil) lo han destruido completamente, y allí tienen toda la caballada”. 

Afirma que quemaron todos los pueblos y ranchos entre Marín y Mier -Tamaulipas-, y desde La Estancia hasta Cerralvo. Scott amenazó diciendo que si Urrea se acercaba por esos rumbos, prenderían fuego a toda la población. Taylor publicó en un bando que Urrea y Antonio Canales eran piratas y que no daría cuartel a ninguno.  

Mientras muchos nuevoleoneses, entre militares, gobernantes y ciudadanos se resignaban  a la ocupación y los abusos, tomándolos con filosofía, en el país había varias guerrillas. Una de ellas fue la de José de Urrea, apátrida por decisión cuando se consumó el despojo de los territorios entre los que estaba Tucson, Sonora, su tierra de nacimiento, y peleó hasta el final.

La muerte lo sorprendió, no en el campo de batalla, sino por conducto del Colera-Morbus en agosto de 1849, cuando formaba en Sagrario, Durango, un ejército para recuperar los territorios “comprados” por los norteamericanos. En México nadie le podía reclamar nada porque Santa Anna en su momento lo había separado del ejército por no haber cumplido la orden de rendirse. Y su respuesta, ya la vimos. 

FUENTES 

El Nuevo Bernal Díaz del Castillo, Carlos María de Bustamante, FCE, IEHRM, ICE, México, 1994