Cuenta una leyenda que hace mucho tiempo vivían en un señorial palacio tres bellas damas. Una mañana, mientras paseaban por el maravilloso jardín inundado del color verde con sus fuentes y coloridos vergeles, alguna sacó el tema y al rato las tres se preguntaban que cuál de ellas tendría las manos más hermosas.
La más trabajadora se llamaba Elena, y sus dedos se habían teñido del color rojo mientras cosechaba unas deliciosas fresas del huerto palaciego y que, además del bonito color, despedían un delicioso aroma, así que pensaba que las suyas eran las más hermosas.
Otra bella dama era Antonieta, la más refinada en sus gustos y vestimentas, que había permanecido varias horas entre las rosas fragantes, y sus manos habían quedado impregnadas del inigualable perfume de rosas. Según su criterio, esa circunstancia le permitía tener las mejores y más hermosas manos.
Gaby, la más romántica y agraciada de rostro, llevaba largo rato jugueteando con el agua del claro arroyo que irrigaba el palacio y las gotas de agua en sus dedos resplandecían con los rayos solares como si fueran diamantes. Así que ella pensaba que sus manos eran las más hermosas.
Apenas iban a discutir el tema cuando llegó una muchacha menesterosa pidiéndoles una limosna. Las damas reales se apartaron discretamente de ella y pronto se alejaron. La muchacha pobre caminó hasta una cabaña cercana al palacio, en donde una mujer de piel tostada por el sol y arrugada por los años, con las manos manchadas por el trabajo, le dio un trozo de pan.
La mendiga - continúa diciendo la leyenda - se transformó en un ángel que apareció en la puerta del jardín y dijo: ‘Las manos más hermosas son aquellas que están dispuestas a bendecir y ayudar a sus semejantes’.
Cuento sudamericano, versión libre mía