02/May/2024
Editoriales

¿Qué crees que pasó?

Febrero 23 de 1848: provisto de su pasaporte, Antonio López de Santa Anna elude en Tehuacán, Puebla, una fuerza norteamericana que pretende capturarlo. Intentaba refugiarse en Oaxaca, pero el gobernador Benito Juárez le negó protección por considerarlo peligroso para la estabilidad del gobierno local. Los norteamericanos estaban felices porque acababa de explotar la fiebre del oro en California, y estaban a punto de firmar el indigno Tratado de Guadalupe Hidalgo el 2 de febrero siguiente, por medio del cual México les entregaría sus territorios nórdicos -más de la mitad del país- que ellos físicamente ya tenían en su poder. Paradójicamente los dos países vecinos tenían realidades bien distantes y contrarias, pues el nuestro se retorcía de dolor por varias causas, además de la pérdida de la guerra, y la invaluable pérdida territorial, que miles de mexicanos habían muerto, y la dignidad nacional estaba pisoteada. El reciente 8 de enero anterior, Manuel Peña y Peña, presidente de la Suprema Corte de Justicia, había asumido el poder Ejecutivo y, en varias regiones del país, brotaban inconformidades, como por ejemplo, en San Luis Potosí, que el 12 de enero se había proclamado un plan que desconocía al gobierno instalado en Querétaro y convocaba a continuar la guerra con el Tío Sam, mismo que fue aplacado rápidamente. Triste realidad la mexicana, pues la autoestima nacional estaba deshecha, porque se veía venir la “Compra” que haría Estados Unidos, de más de la mitad del territorio nacional, aunque un punto bueno fue que el 9 de abril, Santa Anna se embarcaría en Veracruz rumbo a Jamaica y luego a Colombia, en donde disfrutó de la gran vida, y lo mejor para México hubiera sido que allá se quedara, pero no, regresó en 1853 para seguir haciendo trizas el presente del país, que era considerado de un solo hombre. Los liderazgos mesiánicos le han hecho más daño a nuestra patria, que todas las derrotas juntas en materia militar y económica.