03/May/2024
Editoriales

¿Esta lluvia viene de parte de San Isidro Labrador o de… Tláloc?

Como que ya se nos estaba olvidando qué se siente cuando llueve. Ciertamente el agua trae algunas molestias y algunos riesgos, pero nada qué ver con los beneficios de contar con ese líquido al que solemos llamar ‘vital’.

Hoy es apenas el tercer día de que cae ‘agua bendita’ del cielo con un mensaje para todos: cuidemos el agua que escasea mucho.

En las culturas ancestrales de la mitología azteca le daban a la lluvia una importancia divina, y la diferencia mayor entre nuestras principales religiones monoteístas -de un solo Dios-, como el cristianismo y el Islam, es que aquellas tenían dioses para cada ‘especialidad’, es decir, un dios para la guerra -Tonatiuh-, para los nacimientos -Chalchiuhtlicue-, para la creatividad -Quetzalcóatl-; para la tierra -Tlaltecuhtli-; para la luna -Metzli-, etcétera.

El dios de la lluvia era Tláloc, uno de los más importantes, que ayudaba a la agricultura, base de su alimentación y, desde luego, regía las tormentas.  

Sucedió que en el siglo XIX, con siete metros de alto y unas 168 toneladas de peso, fue encontrado en San Miguel de Coatlinchan, del Estado de México, una enorme figura del famoso dios Tláloc. 

El presidente Adolfo López Mateos ya estaba en su último año de gobierno, así que una de sus últimas decisiones fue trasladar -en el año de 1964- esa macro-figura religiosa al recién inaugurado Museo de Antropología de la ciudad de México. Moverla no fue sencillo pues para empezar, los vecinos del poblado Coatlinchan se opusieron debido a que achacaban a Tláloc la lluvia que recibían cotidianamente, y temían que sus cosechas sufrirían por falta de agua si se llevaban esa efigie sagrada. 

Desde luego que esa oposición no era impedimento para cumplir con una orden presidencial, pero de todas formas no fue sencilla la tarea. 

Porque para movilizar a semejante mole, se requirió del ingenio de los ingenieros Cué y Valle Prieto, coordinados por el arquitecto Pedro Ramírez Vásquez, y el trabajo de arqueólogos de la talla de Luis Aveleyra y Ricardo de la Robina. 

Luego de no pocas y difíciles maniobras, el 16 de abril de 1964 arribó a la ciudad de México el tremendo Tláloc y todo fue que empezara a circular por las calles de la Capital los equipos de traslado, cuando empezó a llover en serio. 

La lluvia no se parecía a las de siempre, pues el tamaño de las gotas de agua eran superiores a las acostumbradas en el Valle de México. 

La tarde se oscureció y los relámpagos alumbraban en forma intermitente como siempre, pero tan seguidos unos de otros, que parecía una nueva red de luminarias artificiales en la Ciudad de México.

Mientras las grúas bajaban e instalaban al gigante pétreo, las calles de la ex Ciudad de Tenochtitlan se comenzaron a inundar más y más. Las avenidas eran ríos enfurecidos y los parques eran selvas cual buques inabordables. 

La leyenda urbana dice que exactamente cuando las grúas terminaron de colocar el monumento en la posición definitiva, los nubarrones desaparecieron y la oscuridad desapareció de un golpe.  

En nuestro caso, si esta bendita y copiosa lluvia que ‘abate’ a Nuevo León es producto de los rezos a San Isidro Labrador, le suplicamos a quienes le hayan orado, que no dejen de hacerlo, porque mangas como las que hoy nos azota, necesitamos muchas…