25/Apr/2024
Editoriales

El poder del cambio

Te has preguntado alguna vez: ¿por qué la tierra está en constante movimiento? Y ¿por qué el tiempo no se detiene? La respuesta es muy simple, esto es así porque vivimos en un mundo en el que todo debe moverse, cambiar, y en consecuencia, evolucionar.

La vida, no espera de ti quietud o calma total, ni que te estaciones en una “zona de confort” por el resto de tus días. Por eso, la vida siempre te propondrá cambios y esperará de ti los resultados a esos cambios sin importar cuál sea su magnitud; pero, si tú te resistes a efectuarlos, ten por seguro que sin previo aviso, de manera muy agresiva, te sorprenderá y te obligará a cambiar. Un día lo supe y no me quedó otro camino más conveniente que aceptarlo. Entonces me di cuenta de que la vida no mantiene la esperanza puesta en que pases todo el día en cama a menos que realmente lo necesites para recuperar tu salud. Tampoco pretende que inicies un proyecto, -o peor aún- varios, y que jamás hagas algo para concluir todo aquello que un día comenzaste.

Al día de hoy, conservo en mi alma innumerables historias de cambio. Afortunadamente, la vida me ha llevado a comprender que los cambios son necesarios y considero que después de tantas veces en las que esas tareas que me encomendó movieron todo dentro de mí, por fin he aprendido la lección. Si, antes le temía a los cambios y deseaba que algunas cosas fueran para siempre. Es normal pensar así, porque a quien no le gustaría creer que la vida es para siempre, que nuestros seres queridos permanecerán a nuestro lado eternamente o que la vejez nunca nos alcanzará. No sé qué tan genial sería una vida tan estática, tal vez nos aburriría.

Pero, considerando nuestra constante inconformidad y la resistencia al cambio, es que cuesta entender todo esto, porque cuando nuestros hijos están pequeños, esperamos con ansias el día en que crezcan y cuando por fin lo hacen, añoramos su precioso tiempo de infancia. ¿Quién nos entiende? Y quizás podremos estar preparados para cierto tipo de cambios (los que nosotros deseamos proponerle al universo y que son convenientes para satisfacer las necesidades de nuestro ego), más nunca lo estaremos del todo para los drásticos movimientos que la vida te obligará a efectuar en determinados momentos de tu vida. Esto me recuerda un estupendo cuento que leí hace tiempo de Jorge Bucay. Lo comparto porque es un excelente camino para comprender un poco eso de los cambios bruscos e inesperados que nos obsequia la vida, donde no queda más remedio que improvisar.

El portero del prostíbulo

 

No había en el pueblo un oficio peor conceptuado y peor pagado que el de portero del prostíbulo. Pero ¿qué otra cosa podría hacer aquel hombre?

 

De hecho, nunca había aprendido a leer ni a escribir, no tenía ninguna otra actividad ni oficio. En realidad, era su puesto porque su padre había sido portero de ese prostíbulo y también antes, el padre de su padre. Durante décadas, el prostíbulo se pasaba de padres a hijos y la portería se pasaba de padres a hijos.

 

Un día, el viejo propietario murió y se hizo cargo del prostíbulo un joven con inquietudes, creativo y emprendedor. El joven decidió modernizar el negocio. Modificó las habitaciones y después citó al personal para darle nuevas instrucciones.

 

Al portero, le dijo: A partir de hoy usted, además de estar en la puerta, me va a preparar una planilla semanal. Allí anotará usted la cantidad de parejas que entran día por día. A una de cada cinco, le preguntará cómo fueron atendidas y qué corregirían del lugar. Y una vez por semana, me presentará esa planilla con los comentarios que usted crea convenientes.

 

El hombre tembló, nunca le había faltado disposición al trabajo pero.....

 

- Me encantaría satisfacerlo, señor - balbuceó - pero yo... yo no sé leer ni escribir.

- ¡Ah! ¡Cuánto lo siento! Como usted comprenderá, yo no puedo pagar a otra persona para que haga esto y tampoco puedo esperar hasta que usted aprenda a escribir, por lo tanto...

- Pero señor, usted no me puede despedir, yo trabajé en esto toda mi vida, también mi padre y mi abuelo...

 

No lo dejó terminar.

 

- Mire, yo comprendo, pero no puedo hacer nada por usted. Lógicamente le vamos a dar una indemnización, esto es, una cantidad de dinero para que tenga hasta que encuentre otra cosa. Así que, lo siento. Que tenga suerte.

 

Y sin más, se dio vuelta y se fue.

 

El hombre sintió que el mundo se derrumbaba. Nunca había pensado que podría llegar a encontrarse en esa situación. Llegó a su casa, por primera vez desocupado. ¿Qué hacer?

 

Recordó que a veces en el prostíbulo, cuando se rompía una cama o se arruinaba una pata de un ropero, él, con un martillo y clavos se las ingeniaba para hacer un arreglo sencillo y provisorio. Pensó que esta podría ser una ocupación transitoria hasta que alguien le ofreciera un empleo.

 

Buscó por toda la casa las herramientas que necesitaba, sólo tenía unos clavos oxidados y una tenaza mellada.

 

Tenía que comprar una caja de herramientas completa. Para eso usaría una parte del dinero recibido.

 

En la esquina de su casa se enteró de que en su pueblo no había una ferretería, y que debía viajar dos días en mula para ir al pueblo más cercano a realizar la compra.

 

¿Qué más da? Pensó, y emprendió la marcha.

 

A su regreso, traía una hermosa y completa caja de herramientas. No había terminado de quitarse las botas cuando llamaron a la puerta de su casa. Era su vecino.

 

- Vengo a preguntarle si no tiene un martillo para prestarme.

- Mire, sí, lo acabo de comprar pero lo necesito para trabajar... como me quedé sin empleo….

- Bueno, pero yo se lo devolvería mañana bien temprano.

- Está bien.

 

A la mañana siguiente, como había prometido, el vecino tocó la puerta.

- Mire, yo todavía necesito el martillo-  ¿Por qué no me lo vende?

- No, yo lo necesito para trabajar y además, la ferretería está a dos días de mula.

- Hagamos un trato - dijo el vecino- Yo le pagaré a usted los dos días de ida y los dos de vuelta, más el precio del martillo, total usted está sin trabajar. ¿Qué le parece?

 

Realmente, esto le daba un trabajo por cuatro días... Aceptó. Volvió a montar su mula. Al regreso, otro vecino lo esperaba en la puerta de su casa.

 

- Hola, vecino. ¿Usted le vendió un martillo a nuestro amigo?

- Sí...

- Yo necesito unas herramientas, estoy dispuesto a pagarle sus cuatros días de viaje, y una pequeña ganancia por cada herramienta. Usted sabe, no todos podemos disponer de cuatro días para nuestras compras. El ex - portero abrió su caja de herramientas y su vecino eligió una pinza, un destornillador, un martillo y un cincel. Le pagó y se fue.

 

"...No todos disponemos de cuatro días para compras", recordaba. Si esto era cierto, mucha gente podría necesitar que él viajara a traer herramientas.

 

En el siguiente viaje decidió que arriesgaría un poco del dinero de la indemnización, trayendo más herramientas que las que había vendido. De paso, podría ahorrar algún tiempo de viajes.

 

La voz empezó a correrse por el barrio y muchos quisieron evitarse el viaje. Una vez por semana, el ahora corredor de herramientas viajaba y compraba lo que necesitaban sus clientes. Pronto entendió que si pudiera encontrar un lugar donde almacenar las herramientas, podría ahorrar más viajes y ganar más dinero. Alquiló un almacén. Luego le hizo una entrada más cómoda y algunas semanas después con una vidriera, el galpón se transformó en la primera ferretería del pueblo.

 

Todos estaban contentos y compraban en su negocio. Ya no viajaba, de la ferretería del pueblo vecino le enviaban sus pedidos. Él era un buen cliente.

 

Con el tiempo, todos los compradores de pueblos pequeños más lejanos preferían comprar en su ferretería y ganar dos días de marcha.

 

Un día se le ocurrió que su amigo, el tornero, podría fabricar para él las cabezas de los martillos. Y luego, ¿por qué no? Las tenazas... y las pinzas... y los cinceles. Y luego fueron los clavos y los tornillos.....

 

Para no hacer muy largo el cuento, sucedió que en diez años aquel hombre se transformó con honestidad y trabajo en un millonario fabricante de herramientas. El empresario más poderoso de la región. Tan poderoso era, que un año para la fecha de comienzo de las clases, decidió donar a su pueblo una escuela. Allí se enseñaría además de lectura y escritura, las artes y los oficios más prácticos de la época.

 

El intendente y el alcalde organizaron una gran fiesta de inauguración de la escuela y una importante cena de agasajo para su fundador. A los postres, el alcalde le entregó las llaves de la ciudad y el intendente lo abrazó y le dijo:

 

Es con gran orgullo y gratitud que le pedimos nos conceda el honor de poner su firma en la primera hoja del libro de actas de la nueva escuela. El honor sería para mí - dijo el hombre -.

 

Creo que nada me gustaría más que firmar allí, pero yo no sé leer ni escribir. Yo soy analfabeto.

 

¿Usted? - dijo el intendente, que no alcanzaba a creerlo - ¿Usted no sabe leer ni escribir? ¿Usted construyó un imperio industrial sin saber leer ni escribir? Estoy asombrado. Me pregunto, ¿qué hubiera hecho si hubiera sabido leer y escribir?

 

Yo se lo puedo contestar - respondió el hombre con calma -. ¡Si yo hubiera sabido leer y escribir... sería portero del prostíbulo!

 

Y si ese hombre hubiera sabido leer y escribir, no existiría este cuento, porque lo más probable es que su vida hubiera sido tan rutinaria como la de sus antepasados. También podemos concluir que aquel hombre, el portero del prostíbulo, no tenía aspiraciones, él no deseaba hacer otra cosa, se conformaba con estar en el mismo trabajo y realizar las mismas tareas que siempre hizo su padre; pero, la vida se encargó de llevarlo por otro camino y en ningún momento le preguntó si quería o deseaba hacerlo, y ese camino, ya vimos que fue lo más conveniente para él. Por eso, cuando la vida te obligue a cambiar, debes confiar y colaborar con el cambio, porque, dalo por hecho, eso siempre será para darle un mejor rumbo a tu vida, aunque al principio no lo parezca. 

 

Pero, ¿qué pasa cuando no sucede nada y no sabemos si es conveniente efectuar algún cambio? La respuesta a esta pregunta está en esta maravillosa frase de Steve Jobs:

 

Cada día me miro en el espejo y me pregunto: “Si hoy fuese el último día de mi vida, ¿querría hacer lo que voy a hacer hoy?”. Si la respuesta es “NO” durante demasiados días seguidos, sé que necesito cambiar algo.