Antes de que la marca Singer fuera la dueña del mercado de máquinas de coser, en 1755 salió a la luz un invento del alemán Charles Weiswnthal, consistente en una aguja de doble punta. Después, en 1830, el francés Barthélemy Thimonnier comenzó a fabricar máquinas de coser, pero una turba de sastres que cosían a mano destruyó su empresa. Ya en 1846, en plena guerra de invasión a México, el norteamericano Elias Howe patentó una máquina que usaba un corsetero londinense. Hasta que apareció en Estados Unidos el joven Isaac Merrit Singer, un descendiente de alemanes emigrados en 1760. Este Singer andaba buscando oportunidades en el teatro como representante de actores. Pero le fue mal, dedicándose al oficio de mecánico inventor que le funcionó mejor.
Produjo máquinas para la perforación y la talla de rocas antes de trasladarse de Nueva York a Boston, donde se interesó por la máquina de coser. Así, para 1850 Singer ya había creado una máquina de coser práctica, impulsada por un pedal con una aguja que subía y bajaba en vez de ir de un lado a otro. Sin embargo, otros inventores como Elias Howe lo denunciaron por violación de patente, pleito que duró hasta 1856, y como Singer era un implacable hombre de negocios, quedó finalmente como el dominante en el lucrativo negocio de las máquinas de coser.
Al morir Singer en 1875 contaba con una edad superior a los setenta años dejando una herencia de más de 13 millones de dólares, y su empresa fabricó las primeras máquinas de coser eléctricas en 1889. La marca Singer es sinónimo de máquina de coser, y ahora que pasó el tiempo, se dice que Isaac Singer era alegre, digamos, y dejó además de una gran fortuna, 28 hijos. Nuestras madres alcanzaron a usar las máquinas de coser –marca Singer, desde luego- que se movían con pedales.