Josef Stalin (1878-1953) fue el fuerte líder soviético que en tiempos de la Segunda Guerra Mundial consiguió iniciar el declive del nacismo al derrotar a Alemania en la batalla de Stalingrado en 1942, y luego en la batalla de Kursk, que cambió el derrotero de la guerra. Pero luego del triunfo de Los Aliados y la muerte de Hitler, Stalin se convirtió en un dictador de mano demasiado dura, cometiendo toda clase de atrocidades con su pueblo, que, espoleado por su amo, consolidó a la URSS como una súper potencia, compitiendo con Estados Unidos, país que, tras esta histórica II Guerra Mundial, se fue hasta mero arriba en su desarrollo económico, militar y político.
Stalin murió, y tres años después, su sucesor Nikita Kruschev habló en el vigésimo congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, conocido como PCUS. Los más de mil cuatrocientos consejeros asistentes (compromisarios) que representaban a “todas las rusias” escucharon azorados a su nuevo líder fustigar a Stalin, pues para empezar, según los estatutos del PCUS, no podía haberse convocado hasta después de seis años de la celebración del anterior, pero Kruschev quería sentar su liderazgo, por lo que maniobró para adelantarlo. El 24 de febrero de 1956, en una asamblea secreta, bajó del pedestal en que lo tenía la clase política –no el pueblo- a Stalin. Le dijo durante su discurso que había sido déspota, torturador, asesino sin juicio, monstruo, represor, y mucho más, sorprendiendo a los asistentes que, al final, terminaron ovacionando a Kruschev. Allí murió realmente Stalin pues se dictaminó en el Congreso que por largos treinta años había cometido cualquier cantidad de crímenes que habían manchado al comunismo. Esto era una apertura hacia la democracia, pero ésta nunca ha sido gratuita. En breve tiempo saltaron los ciudadanos de Checoslovaquia, Polonia y Hungría pidiendo su libertad, que hubieron de conseguir luchando. Un nuevo capítulo iniciaba a escribirse en el libro ruso.