24/Apr/2024
Editoriales

Peccata minuta

_Hola don Polo ¿cómo le va? qué gusto conocerlo personalmente, puro Facebook, me dijo un joven cuando estábamos un amigo y yo tratando un tema importante sentados en una mesa de un restaurante local.

_Bien, a mi también me da gusto, creo que le dije.

_La vez pasada lo taggeó una de mis compañeras de generación; no sabía que fuera su amiga.

_Eh, si, claro, muy interesante, balbuceé rápidamente para continuar la conversación interrumpida en un momento decisivo del negocio que discutíamos.

_Muchos de sus posts los comparto con mis amigos, y les gustan mucho, volvió a insistir.

_Eres muy amable, gracias, le dije ya en tono cortante pues me daba pena con mi amigo y no quería presentarlos porque iba a prolongarse más la interrupción.

_La vez pasada lo confundí con su hijo pues se llaman igual, pero la foto no correspondía…

_Si, suele sucedernos. Es un placer saludarte.

_Le he mandado algunos toques y no los contesta, pensé que se había molestado porque le he puesto pocos Likes.

_No te preocupes, no contesto los toques porque no le encuentro sentido, ¡me dio gusto conocerte en persona!

Se retiró, pero a nosotros ya se nos había olvidado lo último que habíamos dicho del asunto que nos había reunido, y hasta después de un rato lo retomamos.

La costumbre de irrumpir en conversaciones ajenas es de mal gusto, pero no es culpa de las redes sociales, sino del criterio propio. Qué esperanzas que en mi generación se nos ocurriera interrumpir sin conocer a personas mayores y menos si eran desconocidas. Pero él sentía que me conocía y hasta que había mucha confianza entre nosotros. 

Este incidente sin importancia me lleva a reflexionar que Facebook, Twitter, Instagram y WhatsApp son el nuevo idioma de carácter internacional (e incomprensible muchas veces, como “etiquetar” o “Taggear”). Las redes sociales son claro ejemplo de la magia que vivimos en esta época; y como todo lo mágico es maravilloso porque parece darnos cosas inimaginables, también hay abusos. Me refiero a prácticas dañinas o perversas que también existen en las redes.

Pero son una plataforma democrática que todos podemos usar. Si el estudiante Mark Zuckergberg hubiera sabido en 2004 lo que realmente estaba inventando, le hubiera puesto más candados para disminuir las posibilidades de abusos. 

Ahora miles de nombres terminan haciéndosenos familiares por la interacción que sostenemos cotidianamente, aunque no conozcamos a sus dueños. Hay “amigos” que aparecen y desaparecen de la nada, pero ya les compartimos información personal; estamos en grupos que no quisimos estar aunque algunos son tan interesantes que nos quedamos. No falta quien nos felicite por el cumpleaños como tampoco falta quien nos bloquee, alguien que nos envíe mensajes públicos y privados contradictorios, que opine de nuestros textos favorable o desfavorablemente, y hasta algunos que buscan camorra de papel, mientras otros que piden una oración por la vecina de un amigo que van a operar. Los llamados Influencers son profesionales de las redes que cobran de diversas formas para ayudar o perjudicar a marcas comerciales o a personas. Hay publicidad, propaganda política y hasta se han derrocado gobiernos por multitudes convocadas en las redes. Se trata pues, de un mega fenómeno mundial que se vuelve vicio. Ya existen terapeutas especializados en curarlo. Así que el inocente saludo de mi amigo de Facebook es peccata minuta.