09/May/2024
Editoriales

Pagar para comprar

Ir de compras a los grandes almacenes de Soriana, Wallmart, Sams o Costco es casi viajar al extranjero; algunos exigen mostrar la mica para comprobar que uno ya pagó para ir a comprarles -vaya paradoja-, cual visa en el puente de McAllen. 

La mayoría de los productos son importados y ordenados impecablemente en los anaqueles, la arquitectura del climatizado edificio, su gran estacionamiento, la renta -perdón- préstamo de carritos para comprar cómodamente; más la belleza y pulcritud de alimentos empaquetados con plástico duro en la parte inferior y transparente en la superior les hacen ver apetitosos y limpios.

Este aroma a gringolandia consigue que el cliente compre más de lo que necesita y que pague cualquier precio, imaginando que viajó a EUA y se ahorró el viaje. 

Qué diferencia de este ambiente con el de nuestros mercados tradicionales, como el Juárez, el Mesón Estrella, el Colón o los mercaditos rodantes.

En estos no hay clima artificial ni estacionamiento, las frutas están acomodadas en pirámides y la gente se amontona para escoger el tomate de mejor color y dureza, para checar que el melón huela dulce luego de rascarle un pedacito de cáscara, que el aguacate permita que los dedos lo magullen pero no demasiado, que la carne de puerco no traiga bolitas blancas, y para pedir que le calen una sandía.

Pero lo mejor es la gran diferencia en los precios. Además, en determinados artículos que no son perecederos, cada vez menos, pero aún se vale el dulce regateo en el precio de un sombrero o de un jarrón de cerámica, o de un remedio para el dolor de espalda.

Hasta 1909 que se inauguró el Mercado Juárez, sólo existía el Parián, ubicado en las calles de Juárez y Leona Vicario, en donde está ahora el Condominio Monterrey.

El Parián era un mercado que daba la bienvenida a los compradores con una arcada y tenía al centro una torre esbelta que en sus cuatro caras lucía sendas carátulas de un reloj grande, tipo eclesiástico que orientaba las actividades de clientes y marchantes.

Por cierto, los marchantes son los comerciantes, pero éstos así le decían a sus clientes.

Todo era parte del inconfundible ambiente de mercado, pues poniendo un pie dentro, el ‘marchante’ ipso facto percibía los olores de las yerbas medicinales, de las manufacturas de cuero, y de las comidas -destacando el inconfundible olor a chicharrón- que impregnaban todo y a todos los presentes.

Se integraba además de aromas, de los ruidos de los huacales con gallinas, y de los dependientes que ‘echáos pa´lante’ pregonaban la calidad de sus productos, diciéndole algunas estudiadas frases agradables a los clientes para que se animaran a comprar.

Los domingos amanecía una charanga con instrumentos de viento y percusión, que tocaba hasta después del mediodía, porque después de asistir a misa en el Templo de El Roble, o de San Javier, o el de San Francisco, muchos iban a surtir la despensa.

El Parián tiene una interesante historia. Hoy sólo evocamos su existencia cuando los regiomontanos buscaban más que el lujo y la comodidad de una tienda, sus precios y un trato de vendedor a comprador, no como ahora que además de muy caros, en las tiendotas modernas el que ruega para que lo atiendan es el comprador que, en algunos casos, es ‘socio’ de Mr. Costco.