Comentaba mi compadre Arturo de la Garza que en tiempos de su padre, el gobernador Arturo B. de la Garza, había un aspirante a la gubernatura que platicaba sus recorridos por todos los pueblos de Nuevo León, y que después de largos años de pláticas con los neoleoneses había elaborado un programa de gobierno que daba respuesta a absolutamente todas las necesidades e inquietudes ciudadanas.
Sin embargo, cuando le preguntaban cuáles serían sus propuestas de gobierno, su respuesta era la misma: no las digo porque si las platico, me las van a copiar.
Este suspirante a gobernador murió llevándose su proyecto de estado a la tumba, pues nunca se lo platicó a nadie.
Esto me lleva a meditar acerca de la tacañería, que es una actitud y forma de vida digna de lástima pues quien la practica sufre escasez de los bienes que él mismo posee.
Sin embargo, los peores tacaños son aquellos intelectuales o poetas que, sabiendo mucho, o sintiendo mucho, no transmiten sus conocimientos ni sus sentimientos a nadie.
En el primer caso, la víctima del tacaño de dinero es él mismo.
Pero las víctimas del otro tacaño, del egoísta de conocimientos o sentimientos, es toda la sociedad que está ávida de lo que a él le sobra, pero nada le comparte.
Soy un convencido de que las riquezas intelectuales funcionan como lo hace la economía de un pueblo: si el dinero y los bienes circulan, la economía se fortalece.
No importa que otros sepan lo que uno sabe, lo importante es que lo poco o mucho que sepamos lo compartamos para que sirva a quien deba servir.
Si nuestros ancestros hubieran sido tacaños la humanidad nunca hubiera llegado al nivel de desarrollo actual.
No seamos tacaños de lo que sabemos; todos podemos aprender de todos, y mucho menos regateemos la amistad y el amor que sintamos, porque nosotros mismos lo necesitamos.
Es más importante dar que recibir, pues el que da siempre tendrá más que el que recibe. Como la nobleza obliga: demos sin pedir nada a cambio… y seguramente recibiremos más.