04/May/2024
Editoriales

Ah, las sodas qué ricas y cómo nos enseñaron cosas

Ya he escrito algunos recuerdos del tendajo Benavides de mi abuelito Ramón Benavides, casi una miscelánea, que se ubicaba en la esquina sureste de las calles Porfirio Díaz y Manuel María de Llano. 

En vacaciones de la escuela primaria me enviaban mis padres a que le ayudara, seguramente para que misinnegables inquietudes infantiles tuvieran un desahogo productivo, y porque mi ancestro siempre requería apoyo en su negocio.

De niño se aprende fácilmente, y lo que consideramos importante lo almacenamos en el disco duro de la memoria, yéndose al archivo de recuerdos imborrables.

Por ejemplo, recibir el surtido de refrescos gaseosos que les decíamos ‘sodas’, no era cualquier cosa. Había que sentir admiración por el señor que con fuerza y habilidad bajaba de su “troca” las cajas de madera llenas de sodas y las aventaba sin romper una sola. Buena parte de las sodas, dependiendo de las condiciones climáticas, se metían a la hielera que debía tener un cuarto de su volumen lleno de hielo picado y para ello se debía saber cómo aplicar el picahielazo a la barra que previamente había surtido otro malencarado señor.

Picar adecuadamente el hielo tenía su chiste, con pedazos uniformes, sobre todo cuando no se tiene aún la fuerza suficiente para darlo como lo daba mi primo Ramoncito, de unos tres años -o más- mayor que yo, hijo de mi tío Mencho (Nemesio) que algunas veces coincidíamos, es decir, competíamos haciendo lo mismo en el tendajo.    

A la hora de la comida, degustar los diversos sabores de las sodas era una delicia y mi abuelito permitía que bebiéramos una diferente cada día.

Con el tiempo vinculé su sabor a la propaganda que escuchaba en la radio.

‘Jarritos qué buenos son’, era el comercial que más me gustaba, pues las sodas de tamarindo, o de mandarina eran deliciosas.

¡Beba el delicioso Óranch croch!, soda de naranja -así como la Pep- que en mi paladar eran superadas por la Grapet y la Jit, sodas que, inocentes, me indujeron a disfrutar del sabor de la uva. La  joy, joy, joy, Joya de varios sabores estaba buena. La soda del Valle con sabor a toronja se defendía. La ¡Doble cola más grande y más sabrosa! nunca me agradó, ni la Espúr cola, y Royal cola; mis favoritas eran la Coca y después la Pepsi. Los Barrilitos del doctor Bráun de sabores diversos eran un refresco sabrosón. El Cánada drái, Yinger él, Séven op, y el Espráit no eran para mí. Después conocí las Topo Chico de sabores, como la de sangría y años después llegaron las sodas láit, deshabridas pero -decían- más saludables porque no tienen azúcar, y luego salieron con que borraban recuerdos de la memoria y para acabarla de amolar, que producían cáncer. Esos rumores marcaron para mí, el debut y despedida de esas sodas.

Pero de esa competencia entre las sodas aprendí que las guerras más crueles son las económicas. Y vaya que me consta la veracidad de ese apotegma, pero esa es… otra historia.