Enero 28 de 2011: muere Don Arturo de la Garza González, sufriendo con ello un quebranto mayor la sociedad nuevoleonesa, pues la cruel y sorpresiva noticia congeló el medio ambiente en toda la región noreste de México. He escrito algunas cosas de Don Arturo, pero como los adjetivos altisonantes no le agradaban, siendo merecedor de muchos, mejor los guardo para mis adentros. Hace una década y media me convocó a participar en una mesa que integró con nueve de sus múltiples amigos, y desde luego que acepté. No podía perderme la oportunidad de seguir aprendiendo pues en verdad era, además de una celebridad, un agasajo escuchar sus razonamientos sencillos respecto de todos los temas con su dilatado repertorio intelectual cargado de filosofía ranchera.
Qué decisiones tomarán los diversos funcionarios en los tres niveles de gobierno; cuánto dinero cuesta la hectárea de un rancho en determinada zona; cómo conseguir una buena condición para negociar una deuda; qué actitud tomar con cierto amigo que anda en plan soberbio; dónde está la mejor talabartería de Monterrey; qué tan buena persona es alguien apellidado Rodríguez; quién ganará en la pelea de box; por qué no se debe estrenar un auto nuevo; dónde se puede comprar una buena chamarra de piel; cómo se comportó fulano de tal cuando tuvo el poder, y un largo etcétera. Don Arturo llevaba agenda e itinerario del grupo, bueno, eso es un decir, porque disponía siempre sobre la marcha cuándo y en dónde nos reuniríamos, dependiendo de lo que trajera ganas de comer. Íbamos a los restaurantes populares como el Regio, el Al, Gran Pastor, Los Arcos, La Siberia, los de varios hoteles locales y esporádicamente nos veíamos hasta en McAllen.
Desde hace nueve años que no está entre nosotros, pero continuamos reuniéndonos todos los lunes a recordarlo. No se nos agota el tema porque sus anécdotas son innumerables e ilustrativos del arte de hacer política, negocios, amigos, y sobre todo de resolver los diversos problemas personales. Era enorme su facilidad para desglosar y llegar al fondo de los aprietos, siempre proponiendo soluciones. A mi me gustaba darle contras en algunas cosas porque lo suyo era el debate, con adrenalina su mente se abría y derramaba sabiduría para construir argumentos apasionados y contumaces. Nunca le gané una discusión y siempre terminábamos carcajeándonos todos -incluyéndolo a él- de sus ocurrencias para salir bien librado de cualquier obstinación. Entiendo que todo hombre célebre debe cuidar de no deshacer su leyenda, y Don Arturo era una leyenda que ahora con su ausencia creció mucho más porque su vida fue un eterno respeto a los viejos códigos de la congruencia.