06/May/2024
Editoriales

La peluquería de la calle Del Roble

Peluquería Don Ramón, se llamaba un simpático negocio ubicado por la calle del Roble a cuadra y media del templo del mismo nombre, que era atendido por su propietario, un hombre grueso de tono españoláo en su decir. 

Abría su establecimiento de las siete de la mañana hasta las doce del mediodía y lo cerraba hasta las cinco de la tarde en tiempo de calor, para abrir por las tardes de esa hora, hasta que oscureciera. 

En aquel Monterrey no había más que dos estaciones: calor y frío. 

En el breve tiempo de frío, la Peluquería abría a las ocho de la madrugada, cerraba a las doce del mediodía y volvía a abrir de cuatro a las seis de la tarde – noche.

Pero eso sí, al regiomontano que tenía sentado en su cómodo sillón reclinable para afeitarlo después de cortarle el pelo, Don Ramón le comentaba las novedades más interesantes del Monterrey de inicios de la segunda mitad del siglo XIX.

Con un ojo supervisaba a su experta mano derecha que operaba las espectaculares tijeras sevillanas con cabos y dedales bien labrados en la primera parte del trabajo, y después la navaja de afeitar hecha de acero templado y mango decorado con su nombre.

El otro ojo tenía la encomienda de identificar a los parroquianos que se aproximaban para, en ese momento, recitarle al cliente la última novedad de esa víctima pasajera.

Las condiciones de su negocio, la fiesta pasada que ofreció a sus amistades con todos sus detalles, enfatizando desde luego los desagradables, sus preferencias o en su caso aspiraciones políticas, y en especial el comportamiento de su familia.

Su lengua era más filosa que las sevillanas si veía que el cliente se interesaba en el tema, y no pocos corrían el riesgo de recibir una cortada por voltear del lado de la puerta abierta para ver pasar a la víctima de Don Ramón.

_Ahí va Don Melquiades. Le ha ido bien en su negocio pero de nada le sirve porque su hijo Pedrín le salió borracho, se bebe todo el alcohol que puede y lo compra con el dinero del cajón. A eso se debe su caminar lerdo y desilusionado de Don Melquiades.

_Pobre de Pedrito, no se repone de la muerte de su hija, dicen que es mucha casualidad que no estuviera su yerno en el rancho a la hora que se desmayó y golpeó en la cabeza desangrándose sin que nadie la auxiliara, por eso Pedrito trae la mirada triste y perdida.

Y así dejaba al cliente satisfecho no sólo con su corte de pelo y afeitada, sino que salía bien informado de asuntos que no se publicaban en El Espectador, ni en El Restaurador de la Democracia y mucho menos en La Gazeta Constitucional de Nuevo León que aparecía desde 1826, a excepción de 1848 a 1851.   

El 2 de mayo de 1860 abrió el servicio público el Hospital Civil de Monterrey, gracias al médico José Eleuterio González “Gonzalitos”, y Don Ramón lo comentaba con lujo de detalles como si hubiera ido a consultar alguna vez, cuando en realidad su salud era inquebrantable. 

Hablaba del médico regiomontano nacido en Guadalajara con respeto, tono inusual del peluquero de la calle Del Roble, pero no dejaba de deslizar en sus comentarios algunas frases venenosas respecto al fracaso de su matrimonio con Carmen Arredondo –hija del general Joaquín Arredondo-, quien a los seis años de casada con Gonzalitos se enamoró en 1842 de Mariano Arista y se fue a vivir con él en su Hacienda de Mamulique, donde el militar y político tenía el primer aserradero del Estado, y nacería un hijo de ambos. 

Pero resulta que el bebé venía en mala posición, y como Arista amenazó a la partera con matarla si algo malo le pasaba a la madre o al hijo, la comadrona se declaró incompetente y habiéndoselo solicitado, Gonzalitos aceptó ir hasta Mamulique a atender el parto del hijo de su mujer infiel, decía con tono de asombro Don Ramón.

Después de haber sido Gonzalitos legislador y gobernador del Estado, en 1876 comenzó a perder la vista en el ojo izquierdo y cinco años después quedó ciego. 

Fue a Nueva York a que lo operara el prestigiado médico Dr. Knapp con lo que le regresó la vista al ojo derecho, noticia que se convirtió en una gran fiesta popular, pues la gente amaba al generoso médico que no cobraba las consultas.

En esa ocasión, Don Ramón cerró la peluquería para sumarse al grupo de regiomontanos que fueron a Nuevo Laredo a recibirlo y cuando la lancha en la que cruzó el Río Bravo llegó al lado mexicano, el peluquero lució sus artes musicales encabezando el coro que cantó el himno nacional dándole la bienvenida al amado doctor Gonzalitos. 

Ese día hubo gran fiesta en Monterrey, las oficinas públicas cerraron y lo mismo hicieron los comerciantes, mientras los niños de las escuelas formaron vallas por donde pasaría la comitiva que acompañaba al médico más popular que ha existido en la ciudad. 

Sin embargo, la naturaleza de Don Ramón le ganó también en este caso, pues una semana después comentaba a sus clientes:

 

_Es cierto, Gonzalitos es un gran personaje, pero ese corte de pelo que usa no le favorece nada, le hace ver más viejo.