19/Apr/2024
Editoriales

Es usted muy gentil

Siendo un niño de 8 años, viajaba yo en autobús del Poblado Anáhuac a la colonia 18 de Marzo, que acababa de integrarse a la nueva ciudad de Valle Hermoso, Tamaulipas. La distancia entrambas poblaciones no llega a los 20 kilómetros, pero a mediados del siglo XX, los caminos, y las condiciones físicas de los autobuses “polleros” hacían sentir cualquier viaje muy largo. Me había enviado mi padre a surtir algunos faltantes en la Farmacia Centro (creo que así se llamaba) de Valle Hermoso para la Farmacia Del Mercado, propiedad de mi familia, en Anáhuac. Eran los tiempos del auge algodonero, cuando todo era posible, hasta que un niño viajara con dinero, pero debía hacerse tempranito porque a la hora de salida de las labores, se saturaban los transportes durante toda la deseable temporada de piscas.

Era un sábado temprano, como a las diez de la mañana, faltabndo buen rato para llegar a Valle Hermoso. Yo iba sentado en un asiento de tercera fila en el pasillo acariciando con una mano la bolsa de la camisa donde traía la lista de las medicinas que iba a comprar. Y con la otra cuidaba el bolsillo del pantalón porque ahí llevaba la “pachocha” para comprar la mercancía. 

En una de las últimas paradas del autobús, subió con no poco esfuerzo una señora corpulenta y entrada en años, con la cabeza cubierta con un trapo tipo paliacate. Traía cargando una bolsa de ixtle fino, de color amarillento, tan lleno que competía con su propia figura, y una gallina viva en el sobaco izquierdo. Allí entendí por qué le decían a ese servicio de transporte “el pollero”, y observé cómo batallaba la santa mujer con la maniobra para pagar el costo del pasaje al operador.

No fui el único en advertirlo pues un tipo que iba sentado atrás protestó por la tardanza; el sol ya había apretado, y no recuerdo haber sufrido soles tan picosos como los de aquella región. Finalmente, practicando una suerte de acto de equilibrio circense, en el cual la gallina sufría más que la bolsa, aquella mujer finiquitó la indispensable operación de pago del servicio. De inmediato comenzó a avanzar por el pasillo entre los asientos, y el chofer reinició el viaje, con los consecuentes bamboleos de la operación de subirse a la carpeta asfáltica, que hizo trastabillar a la santa señora. Vi cómo batallaba para avanzar fila por fila y cómo el sudor chorreaba por su cuerpo. Así que me puse de pie cediéndole mi asiento. Ella se me quedó viendo y con una sonrisa franca me dijo: “Es usted muy gentil, jovencito”. No le entendí, y tratando de interpretar su dicho pasó pronto el resto del trayecto hasta que llegamos a Valle Hermoso. Hice lo que me había ordenado mi padre, pero me quedé pensando en qué era lo que me dijo esa señora, y por qué. Durante mi regreso seguía intrigado pues para mi era novedad que alguien me dijera gentil. En las clases de catecismo a las que había asistido en la parroquia un par de años antes, les llamaban gentiles a quienes no eran cristianos; y a mi me habían inculcado siempre que debía serlo. Ahora se que “gentil” era usado en la Roma antigua para designar al miembro de una familia o “gens” nacida de un antepasado masculino común, muchas veces de origen legendario, sin haber sido esclavo. Pero con el tiempo su uso degeneró para llamar así a los paganos, y posteriormente a las personas amables. Así que ahora me pregunto si aquella mujer me diría “muy gentil” por ser como de su familia, o por pensar que no era creyente, o sólo por haber sido muy amable al cederle mi asiento.