Internacional

Historias de migrantes en Europa, tanto más dolorosas que las de Centroamérica o México

Esta semana, en la mediana de una de las avenidas más modernas de Castillejos, próxima a la frontera con Ceuta, tres menores marroquíes veían pasar la vida, unas veces sentados sobre el terrazo, otros tumbados en él pero siempre con uno de los puños cerrados pegado a la nariz. Están muy delgados, llevan ropas que hace mucho tiempo olvidaron lo que es el agua y el jabón y tienen la derrota grabada a fuego en su rostro aniñado. Dos de ellos, según cuentan, tienen 16 años y el tercero, más menudo, apenas llega a los 14. Los dos primeros proceden de Larache; el benjamín, de Tánger. Y los tres han llegado a esta ciudad a pie, con una obsesión: pasar a España.

 

El más alto, moreno de cabello y de piel, con cejas pobladas y pómulos marcados por la delgadez extrema lo tiene claro: «Si no llego a España, moriré en el intento; no hay otra opción». Estremece que lo diga con conocimiento de causa: «Hace un tiempo –relata con una sonrisa– un amigo cayó de los bajos de un autobús de turistas y una rueda le aplastó la cabeza»… El relato lo confirma un periodista local que cubrió el suceso. «¿No te da miedo que te pase lo mismo?»; «no; no dejo nada detrás», responde de nuevo con una tranquilidad desconcertante.

La idea en España es que los chicos que llegan proceden de familias pobres que los envían a la desesperada en busca de un futuro. Sólo la segunda parte de la afirmación es correcta, tal como revela una anécdota que relata a ABC un profesor con muchos años de servicio en un colegio de la ciudad al que asisten alumnos de familias de clase media: «Hace poco llegué a clase y pregunté cuántos querían emigrar a España. La mayoría levantó la mano... La emigración ahora no es cuestión solo de dinero, se ha convertido en algo cultural en este país. Todos quieren hacer el viaje porque creen que van a vivir mejor en Europa». Se trata, según su opinión, de «algo que el marroquí lleva ya en la piel y va a ser muy difícil revertir la situación. Los jóvenes sienten que aquí no hay futuro y sus padres contribuyen a que lo piensen… Nadie que está fuera quiere volver y eso los chicos lo perciben».

Adictos al disolvente

Los chavales de la avenida se llevan una y otra vez a la nariz uno de los puños. Cuando abren la mano se ve una servilleta mojada que desprende un fuerte olor a disolvente: «Nos sirve para no pasar frío», dice el que parece mayor, mientras se sube la camiseta y muestra las señales que deja en el cuerpo dormir en la calle. Ese líquido es el combustible que les sirve para el día a día, que guardan como un tesoro en una pequeña botella de plástico.

Los dos chicos de 16 años dejaron los estudios a los 14, en octavo; el benjamín del grupo, de pelo castaño y ensortijado, con ojos de pícaro propios de quien ya ha vivido demasiadas cosas a su edad, los abandonó a los 12, en sexto. Cada uno tiene su historia. El más alto, que luce bajo la nariz en las mejillas una pelusilla que delata su adolescencia, recibía palizas de su padre. Lo relata con la misma tranquilidad que si estuviera contando que lo llevaba al cine. Por supuesto, su familia no tenía dinero y como tantos otros, con una mano delante y otra detrás, decidió que su destino estaba en España, a cualquier precio. Y el paso intermedio es Castillejos: «Tengo amigos en Barcelona que viven en una casa (centro de menores) y me dicen que están muy bien, que vaya con ellos. Y eso es lo que voy a hacer».

El otro chaval de 16 años, al que apenas se puede ver la cara, tapada por la visera de una gorra, dice que él ya intentó antes el viaje, desde Larache, sin éxito: «Pagué mil euros por subir a una patera, pero el que organizó el viaje no pagó al de la Gendarmería y nos obligaron a volver atrás». «¿Quién juntó ese dinero?»; «mi madre trabaja y lo ahorró para que me pudiera ir. Ella me decía que éramos pobres y que cuando muera no podrá dejarme nada». Como el anterior, no muestra apenas emociones al contarlo, quizá porque ese maldito disolvente ha rebajado varios grados su consciencia.

La historia del chico de 14 años es similar; una familia sin recursos y el convencimiento de que solo podrá salir adelante si logra cruzar esa maldita frontera que les separa de sus sueños. A pesar de ser el más pequeño no se amilana ante nadie y sus dos compañeros de miserias no sólo le respetan, sino que lo protegen y hasta lo abrazan… Entre estos chavales, al menos, hay códigos que aún se respetan.

«Dormimos en la calle –y para explicar cómo lo hacen se recuesta sobre la acera– y nos alimentamos de lo que nos da la gente», relatan. Eso sí, cuando se les ofrece unos bocadillos y unos zumos para pasar mejor el día responden que prefieren dinero… Por supuesto, es para comprar droga o disolvente para hacer más llevadera su espera. «¿Cómo lo vais a intentar?»; «nos meteremos debajo de un camión o de un autobús de turistas. Casi no se cabe y si te mueves te caes y puedes morir. Yo ya me he caído un par de veces», explica uno de los chicos mientras enseña las cicatrices que le dejó el episodio en brazos y manos.

«Aunque consigan llegar a España, ¿qué futuro les espera allí?», se pregunta el profesor, nacido en Castillejos y que los conoce perfectamente. « ¿La droga, la delincuencia, la mendicidad? No tienen posibilidad alguna de salir adelante… Hay que invertir aquí, el Gobierno de Rabat tiene que poner los medios para acabar con esto, hacer políticas sociales, y Europa tiene que ayudar, por el bien de todos. De esto solo se benefician los criminales y los corruptos». En España, mientras, el debate es cuántos de estos menores debe asumir cada comunidad...Los tres chicos de la avenida son sólo una muestra de las decenas de chavales más –«por lo menos somos 50, y hay también chicas»– que tienen una historia similar. Algunos duermen en plazas; otros en chamizos construidos en taludes de tierra justo al lado del paso fronterizo. Cada día piden alguna moneda en las terrazas del paseo marítimo de Castillejos, y prácticamente nunca obtienen respuesta del cliente, que los mira como parte del paisaje… Los chavales ni siquiera se enfadan; asumen que esa es su vida hasta que pase un autobús a cuyos bajos puedan aferrarse y jugárselo a todo o nada: a alcanzar su sueño de Europa, o a morir debajo de las ruedas de alguno de estos vehículos.