18/May/2024
Editoriales

La vocación de Molière

En 1622 nació en la Ciudad Luz, en una familia burguesa, Jean-Baptiste Poquelin, quien estudió y en 1642 obtuvo título de abogado por la Universidad de Orleans. Sin embargo, este joven nacido con alta sensibilidad descubrió que su vocación estaba arriba del escenario de un teatro. Así que de pronto, Jean-Baptiste Poquelin desapareció para que naciera el dramaturgo y humorista francés Molière.

Verlo actuando y dirigiendo era todo un agasajo, pues sentía cada frase y cada ademán de la obra, y lo transmitía al público. Hubo de aceptar que, para abrazar la profesión de actor, debía estar convencido que la actuación es todo, así tuviera que vivir con hambre querellante. En aquel tiempo, Europa estaba infestada de epidemias, y en Inglaterra se presentaban cuadros de pacientes que, estresados, se sentían frágiles y hasta se aislaban de la gente para no chocar con ella, pues temían quebrarse.

Sabiendo que estos síntomas psicológicos se generalizaban, Molière probó el éxito en lo suyo presentando una sátira llamada Las Preciosas Ridículas, e inmediatamente  estrenó Tartufo, irreverente obra que terminó siendo prohibida con solamente quince representaciones.

Como era de esperarse, fue perseguido por la crítica y por la Iglesia, pero Molière respondió poniendo en escena dos obras importantes: El Misántropo y El Avaro, para después presentar en 1673 El enfermo imaginario. En esta última, Molière se burla de sí mismo y de sus propias obsesiones. El personaje de la obra aparecía envuelto en pieles, con un gorro hasta las orejas, apoltronado en su sillón, sometido continuamente a sangrías y purgas recetadas por varios médicos que le diagnosticaban enfermedades diversas, como: apepsia, dispepsia, disentería, hipocresía y la hipocondría.

La obra fue un éxito mayor; la sala siempre estuvo atestada de público que buscaba su magistral actuación de enfermo; despiadado con la pedantería de los falsos sabios, los médicos ignorantes y la frivolidad de los ricos.

Sin embargo, la tarde del 17 de febrero de 1673, Molière estaba enfermo de veras, y todo el elenco le pedía que suspendiera la función, pero el maestro de la comedia ni se tomó la molestia de contestarles. El enfermo imaginario estaba inspirado, el público reía a carcajadas su actuación, olvidándose de su miedo a las enfermedades contagiosas mientras el actor desestimaba su propia enfermedad.

Fue sin duda la mejor actuación de su vida; aunque la risa le provocaba tos, ninguno de sus largos parlamentos quedó inconcluso, tosió y tosió cada vez más fuerte hasta vomitar sangre, cayendo al suelo. La gente, vuelta loca, le aplaudía a rabiar puesta de pie, mientras Molière moría. Cayó el telón y en cuestión de minutos el gran Moliére partió de este mundo para irse a actuar a otra dimensión. Su entrega al arte sigue siendo ejemplar y continúa en la cúspide al ser el autor más interpretado de la historia.