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Los dos Ávila Camacho: el Presidente y el que siempre quiso ser

 

Estaba convencido de que él habría sido mucho mejor gobernante del país, y no tenía pudor en pregonar las limitaciones —reales o imaginarias—de su hermano, el que sí había llegado a La Silla. Pero era atrabancado, violento y de arranques que helaban la sangre de la gente común y corriente. Le tenían miedo, y los que lo conocieron en sus días de revolucionario, pavor. Y lo peor: ambicionaba llegar, como fuera, a despachar en Palacio Nacional.

 El célebre Gonzalo N. Santos, de su mismo calibre, describía a Maximino Ávila Camacho como “fiero”. Que Santos, quien no se asombraba ni se asustaba de nada, calificara así al hermano del Presidente Caballero, permite imaginarse lo que debieron haber sido los cuatro años (1941-1945) en que fungió como secretario de Comunicaciones y Obras Públicas. Sus paisanos poblanos debieron suspirar con cierto alivio cuando su gobernador abandonó el cargo dos meses antes del término de su gestión, para irse a la capital a incordiar en los altos círculos del poder.

 Porque Maximino soñaba con la Presidencia. Siempre estuvo seguro que era más inteligente, más dotado para gobernar que su hermano Manuel. En una peculiar concepción de la vida, Maximino alegaba, a todo aquel que deseara escucharlo, que él era mayor que Manuel, que él había empezado su carrera militar antes que  Manuel, y si su hermano, al que llegó a llamar en público “bistec con ojos”, tenía la cortedad de miras suficiente como para pensar en un sucesor que no fuera su hermano mayor, él arreglaría las cosas de manera rápida y expedita: mataría al elegido.

 Ése era, al natural, Maximino Ávila Camacho.

 

MAXIMINO EN LA REVOLUCIÓN. Seis años mayor que su hermano Manuel, Maximino vio en la carrera de las armas la alternativa que le permitiría labrarse un destino. Quería hacerse grato, hacia 1912, al gobierno de Francisco Madero. Deseaba ingresar al Colegio Militar, pero como hijo primogénito, también tenía la responsabilidad de apoyar en el sostenimiento de la familia y de sus hermanos menores.

 Pero a principios de 1913 Maximino ya estaba en la célebre Escuela de Aspirantes, de la que salió la tropa que apoyó el cuartelazo con el que inició la Decena Trágica. El muchacho, originario de Teziutlán, Puebla, acabó desertando de la institución para unirse a las filas revolucionarias antihuertistas.

 Regresó a Puebla, donde sirvió en las fuerzas constitucionalistas, a las órdenes del general Gilberto Camacho; otras fuentes lo colocan en la tropa del general Antonio Medina. Ciertamente, hizo carrera: estaba hecho para la vida de soldado, y así se fue ganando ascensos. En 1920, llegó a teniente coronel; en 1923 lo ascendieron a coronel, y en 1926 ya era general brigadier. En 1929 alcanzó el grado de general de brigada. Había tenido el tino de sumarse a la facción triunfante de los revolucionarios: fue de aquellos que, en 1920, se integró al Plan de Agua Prieta, y en 1924 servía a las órdenes del general Lázaro Cárdenas. En sus primeros años de revolucionario, se movió por los estados de Puebla, Oaxaca y Veracruz. Años después, durante la Guerra Cristera, Maximino era uno de los militares que sofocó el levantamiento, haciendo gala de violencia, en una amplia región, que abarcaba Aguascalientes, Jalisco, Zacatecas y hasta Coahuila.

 Es en aquellos años, hacia 1929, cuando comienza a hacerse notoria y patente la profunda diferencia que había entre los hermanos Maximino y Manuel. Aunque la carrera de este último había corrido, en gran parte, en el mundo de la administración militar, llegó a tener mando de tropa, como Maximino, en los años del conflicto religioso. Se supo, muy pronto, que Manuel intentaba negociar, convencer a los cristeros de deponer las armas y rendirse. A Maximino no le interesaban las negociaciones: fusilaba a cuanto sublevado le caía en las manos y no se tentaba el corazón para arrasar los pueblos.

 Así pasaron los años: para seguir en la vida política del país, Maximino confiaba en la fuerza de su mando militar y sus alianzas para conseguir todo lo que quisiera, mientras su hermano iba convirtiéndose en el hombre de confianza de Lázaro Cárdenas, de quien llegó a ser jefe de Estado Mayor.

 Se ocupó en labrarse una fortuna, cifrada especialmente en propiedades y producción ganadera. ¿De dónde venía el dinero? Maximino estableció alianzas económicas y políticas con los grandes empresarios de la Puebla del México posrevolucionario, como el estadunidense William Jenkins.

 Cárdenas, presidente, prefirió dejar que Maximino construyera su emporio en Puebla, que se coronó cuando ganó la gubernatura, que asumió en febrero de 1937. Tres años más tarde, en 1940, lo ascendieron a general de brigada. Su dominio en Puebla era total: más que gobernador, era un cacique, que en palabras de Gonzalo N. Santos, desde la jefatura de la zona militar hasta por el ferrocarril, era Maximino quien decía la última palabra.

 Su poder llegaba hasta las fortunas de más abolengo de Puebla y hasta el palacio episcopal; reprimió con violencia cuanta huelga se intentó declarar en la entidad, raptaba a las mujeres que le gustaban, y, si se disgustaba con alguno de los colaboradores, echaba mano del fuete para golpearlos. Quizá porque era más sencillo dejar medrar a Maximino en su tierra, muchas de las políticas sociales del cardenismo no llegaron a Puebla mientras él fue gobernador.

 Después de su último ascenso, parecía que no podía pedirle más a la vida: se había ganado todo a pulso. Pero soñaba con la Presidencia, con ganar La Silla. Sin embargo, Lázaro Cárdenas pensaba de otra manera. Cuando Maximino se enteró de que su hermano Manuel era el elegido del Presidente para sucederlo, montó en cólera e incluso alegó que él era el mayor de la familia, que tenía más méritos militares, que él había hecho muchos méritos, “poniendo orden en Puebla”. Incluso, amenazó con alborotar a los gobernadores, publicar un manifiesto para descalificar la candidatura de su hermano y acusar públicamente a Cárdenas de “querer seguir gobernando desde Jiquilpan”. Todo, para acarrear agua a su molino y conseguir que lo convirtieran en candidato, a él, al Ávila Camacho que de verdad podría gobernar (a su modo, con violencia, a sangre y fuego, pero eso lo sabía todo el mundo).

 No le valió. Siguió siendo gobernador de Puebla, y Manuel, después de una campaña accidentada, donde tuvo que enfrentarse a Juan Andreu Almazán, llegó, efectivamente, a la Presidencia de la República, en 1940. Pero Maximino siguió soñando con La Silla.

 

MAXIMINO, SECRETARIO. Maximino acabaría por serle de alguna utilidad a su hermano presidente. Con un año en la Presidencia, Manuel comenzó a mover sus piezas para reconfigurar su gabinete, desplazar a aquellos cuya posición ideológica estaba más a la izquierda –resabios del cardenismo—y sustituirlos por personajes más afines a él.

 Entonces, llegó la hora de Maximino. Fue llamado por su hermano para ocupar la cartera de Comunicaciones y Obras Públicas. Presto, se fue a la capital. En lugar de seguir el ritual político y rendir protesta ante el Presidente, se fue a Comunicaciones, de donde corrió, a punta de pistola, dice la anécdota, a su antecesor. La capital hubo de acostumbrarse al atrabiliario Maximino, amigo de andar cortejando a cuanta mujer guapa se le atravesara, apaleando maridos y novios, fanático de las corridas de toros –llegó a ser propietario de la plaza de toros de la Condesa–, estruendoso y violento donde quiera que se parara, aunque no fuera más que para mandar a hacerse un traje.

 En 1945, ya soñaba de nuevo con la Presidencia. Como era ya sabido que el candidato de su hermano era el secretario de Gobernación, Miguel Alemán, Maximino pensó que la manera más expedita de cerrarle el paso a aquel abogado, era sencilla y contundente: anunció que iba a matarlo. Manuel le envió a Gonzalo N. Santos para convencerlo de que se abstuviera de seguir urdiendo asesinatos y ahogara sus ambiciones presidenciales. Maximino accedió… a cambio de que el candidato fuese el propio Santos, para ser él una especie de poder detrás de La Silla.

 En esas andaba cuando se fue a Atlixco, en febrero de 1945, a una comida ofrecida por sus partidarios. Comenzó a sentirse mal y abandonó el banquete. A las 7:00 de la noche, estaba muerto, de un infarto. La leyenda que se repite hasta nuestros días, es que al corazón de Maximino le dieron un pequeño empujón con una buena dosis de veneno.