Editoriales

Los estafadores deben ser simpáticos

Para estafar a alguien es necesario hablar con esa persona. Para hablar con ella, se requieren dos cosas: caerle bien y tener una conversación versada. 

Es inimaginable que una persona de las llamadas “sangronas” pueda estafar a alguien, pues nadie las soporta ni quiere establecer plática alguna con ella. 

Por ejemplo, el conde Viktor Lustig (1890 – 1947) estafador profesional famoso por haber vendido la torre de Eiffel, era un tipo sensacional en su trato. 

Culto, bromista, de los que en altas esferas les llaman “encantadores de serpientes”.

Fue socio de cualquier cantidad de inversionistas en Europa pues hablaba varios idiomas y siempre traía una novedad, como por ejemplo, el invento de la máquina de hacer dinero.

Invitaba de socio a alguien que tuviera dinero y fuera orgulloso para que no platicara que le habían estafado. Luego de elegir a su víctima y divertirlo por cierto tiempo, les mostraba una caja en la que había introducido previamente tres billetes de alta denominación y encendía el aparato, que copiaba un billete y deslizaba por su salida a otros tres billetes que eran originales pero que les decía eran copiados. 

Suspendía el proceso de producción diciéndoles que la máquina estaba defectuosa aún, pues necesitaba descansar unas seis horas para volver a copiar otros billetes. Les dejaba los billetes y él se retiraba con la máquina dando oportunidad de que el incauto los canjeara y luego lo buscaban para asociarse con él. Les pedía unos 30 mil dólares y no lo volvían a ver.

Con la torre de Eiffel tuvo una idea en junio de 1925 cuando estaba en un hotel de París. Viktor imprimió papelería oficial de la alcaldía de París, y consiguió que un ingeniero amigo suyo le diera un reporte técnico que demostraba según esto, que la torre se caería pues tenía errores de construcción muy serios e irreparables. 

Con eso fue a visitar a los posibles compradores a quienes les hablaba en secreto porque el gobierno no quería que el público supiera el problema, puesto que era el símbolo de París.

Cayeron varios ambiciosos que la compraron en secreto y con urgencia pues el derrumbe de la torre era inminente.

Ellos eran felices porque estaban comprando miles de toneladas de hierro a un precio ridículo, con la única condición de que no dijeran por qué demolerían la torre, pues el gobierno daría la versión de que la vendió por necesidades económicas para darle mejores servicios a los parisinos.

Les pidió un breve tiempo para manejar -previo a la supuesta demolición- a la opinión pública.

Desapareció de París y se fue a Estados Unidos, en donde estafó nada menos que a Al Capone. Imagínese la capacidad de este tipo, si se hubiese dedicado a negocios legales, hubiera sido un exitosísimo hombre de empresa.