Los actos de magia siempre han existido y siempre han gustado.
Entre más sofisticados sean, más aplausos cosechan.
Los magos abren puertas de los universos paralelos que pueden esconderse detrás de un ropero, o dentro de una jaula del león, el caso es que el público se asombre de su magia.
Allá por los años veinte del siglo XIX en Europa se vendían boletos como pan caliente para ir a ver a la Signora Girardelli, “La Mujer Incombustible”.
No era de malos bigotes, así que su belleza enmarcaba sus habilidades: bailaba descalza sobre una hoguera en el escenario, se acariciaba su brazos con velas encendidas, se sentaba en hierros candentes al rojo vivo, se bañaba con las llamas del fuego, mascaba brasas ardientes y hacía buches con aceite hirviendo. Al término de sus actuaciones, mostraba su cuerpo (casi todo) intacto, su piel blanca tirándole a rosada provocaba pasiones, y todos, hombres y mujeres del público la ovacionaban.
Nadie supo en qué terminó ese portento de mujer, incluso corrieron versiones de que alguna vez le falló la magia y se carbonizó.
Pero son especulaciones, lo cierto es que ella convertía el fuego en libras esterlinas.