13/May/2024
Editoriales

El temple de Morelos

Ignacio López Rayón mandó un mensaje a José María Morelos, diciéndole que habían puesto precio a su cabeza y que el virrey había contratado a un asesino profesional para que lo matara, que tomara sus precauciones. 

La única seña que le pudo dar su informante es que el asesino era un panzón.

Tal como le advirtieron, llegó al campamento de Morelos un voluntario a sumarse a la causa, que tenía la característica física mencionada, y como en aquellos tiempos había muy pocos gordos, era un hecho de que se trataba del enviado por el virrey.

Morelos que estaba esperándolo, le dio la bienvenida y lo sentó a un lado suyo para comer en la misma mesa; al enemigo hay que tenerlo cerca, seguramente pensó el generalísimo José María.

El asesino se turbó, pues recibía un trato especial que a muchos extrañaba y sentía la intensa mirada del Siervo de la Nación, todos estaban intrigados del especial lugar que se le daba al recién llegado.

Durante todo el día Morelos no le quitó el ojo de encima al asesino, y este comenzaba a sentirse incómodo, pues nunca será igual actuar en las sombras que a plena luz.

En la noche también cenaron juntos y el asesino comenzaba a tomar cierta confianza diciendo algunas cosas sin importancia, hasta que de pronto, Morelos lo interrumpió diciendo que tenía un presentimiento y luego calló.

Esos breves momentos que al asesino le parecieron largos días, terminaron cuando dijo Morelos:

_Ah, es mi reuma de nuevo. Va a llover.

Se relajó el ambiente, pero siguió observándolo con seriedad, y se le acercó a propósito advirtiendo en su rostro varias gotas de sudor, a pesar de que el clima era fresco.

El asesino ya estaba muy nervioso y Morelos fue en su ayuda, ante la sorpresa de los otros comensales le preguntó si ya tenía sueño, y el tipo balbuceó algo que parecía un sí.

_¿Me haría usted el honor de dormir cerca de mi? Preguntó el gran estratega militar.

Se acostaron separados por la distancia mínima de una vela y Morelos se concentró para dormir, o parecer que dormía, con respiración profunda, hasta que en la madrugada en el campamento se escuchó el ruido típico de un jinete se alejaba.

Esa batalla la ganó La Patria.

 

 

 

Fuente:

Ubaldo Vargas Martínez, Morelos, Siervo de la Nación, México, Porrúa, 1966