En la época revolucionaria, las peleas de gallos en la ciudad de México se efectuaban casi a diario en las plazas dedicadas a ese tan mexicano espectáculo.
“Silencio, señores!” “¡Cierren las puertas!”, así iniciaban las peleas, con ese grito.
El Consejo Superior de Salubridad respetó los diversos tipos de trabajadores: los colaboradores de puerta, los cuidadores de plaza, los despejadores, los adiestradores, los amarradores y los soltadores.
Junto a ellos estaba el imprescindible gritón anunciando las peleas, los pesos de los animales, sus nombres, el modo de pelear, y en general todo lo que el público necesitaba saber.
El Consejo exigía que la voz del gritón fuera grave y varonil.
Nombrado por los jugadores, el juez era también un personaje central, pues vigilaba el cumplimiento del reglamento.
En las plazas, donde se mezclaban clases sociales, razas y sexos, se apostaban grandes cantidades; aunque las trampas y los engaños eran comunes.
Pocos espectáculos reúnen las características de barbarie controlada, emoción, apuestas, música y ambiente cantinesco, como las peleas de gallos que, para efectuarse hoy se requiere permiso especial de la autoridad competente.