10/May/2024
Editoriales

Un corte pulido

_Pulidito, por favor. No quiero que a mi hijo lo confundan con esos rebeldes sin causa que pululan por todo el pueblo.

_Con gusto, profesor (nunca entendí por qué a mi padre le decían profesor si era químico farmacéutico), después del señor, sigue su hijo.

Y ese “después del señor” significaba una hora; el peluquero del pueblo además de único y gordo, era cegatón.

 Contaban que una vez hirió sin querer a un tipo que era malo, quien molesto le arrebató la navaja y le cortó la nariz, pa’ que supiera lo que se sentía, así que desde entonces cortaba el pelo con delicadeza y des-pa-cio.

 Yo intentaba entretenerme viendo, -no leyendo porque apenas deletreaba- y era muy cansado “traducir” tan largos artículos de la revista Siempre! Que nunca faltaba.

 Pero esas esperas retrotraían a mi mente a La Pantera, el azote del barrio, que amenazaba con dispararnos a los más chicos que él, con su tremenda carabina de agua que lanzaba chorros tan potentes cual manguera conectada al único hidrante del pueblo.

 Pocas veces cumplía su amenaza, pero verlo lanzar chorros de agua a diestra y siniestra era un martirio, hasta sentíamos empapada la ropa.

Ese tipo de temor me asediaba esperando mi turno en la peluquería, viendo al fígaro tijeretear a sus víctimas que casi lloraban viendo caer mechones de su cabellera.

 Cuando al fin me tocaba a mí, el viejo panzón me sostenía la cabeza con su mano izquierda y con la derecha me daba enormes trasquiladas con una máquina manual de cortar pelo de pinzas y dientes helados con baño de alcohol.

 Al terminar una hilera del corte, cambiaba de zurco en mi cabeza, y la dichosa maquinita me daba estirones que en no pocas ocasiones me hacía llorar (tirar de los pelos cercanos a la cien, es castigo mayor para cualquier niño).

 Lo peor era cuando iba a terminar; le quitaba el escantillón y arrastraba los dientes de la maquinita directamente por mi cuero cabelludo para no quedara huella de que allí hubo alguna vez pelo.

 Y para rematar la tortura, me echaba espuma helada de jabón atrás de las orejas y en la nuca para suministrar salvaje rasurada a los troncos que dejaba el cabello, dando la impresión que yo era calvo en esa parte de mi cabeza.

 A eso le llamaban Corte Pulido.

El copete más o menos lo respetaba, aunque no dejaba de meterle tijera para que no desentonara con el corte pulido.

 Así sufrí varios años hasta que nos regresamos a mi Monterrey; aquí eran más civilizados los peluqueros, y coincidió con que yo ya era un hombre grande, pues entré a la escuela Secundaria Número Uno y ahí todos usaban Corte Normal.

 Y sucedió que pasado el tiempo, me fue a buscar a mi empresa un joven que venía de aquel pueblo, para que lo ayudara a colocarse como empleado para poder estudiar.

 Desde luego que lo apoyé de inmediato hasta que un día me contó que era nieto de aquel estilista - carnicero.

Esa fue la última vez que hablé con ese muchacho; temí tomar venganza por el castigo que me infringió repetidamente su desaparecido abuelo.