Editoriales

Cuentete: El temor al qué dirán

La bella Lucía, una joven inteligente y madura a pesar de su breve edad, era oriunda y vivía en un pueblo cercano a Monterrey, cuya característica principal era que sus habitantes apoyaban con frenesí al equipo Tigres de fútbol de la UANL.

Todos los habitantes eran “tigres”, a excepción de un hombre mayor que vivía en el mismo pueblo. 

Este hombre era respetuoso y respetable, y también aficionado al fútbol, pero su equipo preferido era el de Rayados del Monterrey.

Cuando había un juego de los llamados “clásicos” Don Agustín -así se llamaba este señor-, se encerraba en su casa, pues le molestaba que se burlaran de él si Rayados perdía el clásico, y si lo ganaba, escuchaba que a sus espaldas lo insultaban.

Lucía estaba enamorada de Don Agustín, pues su presencia elegante y sabiduría la habían conquistado. 

Y Don Agustín le correspondía, también la amaba, pero ambos guardaban en secreto su amor porque los vecinos no permitirían que el único “rayado” del pueblo -un hombre viejo- se casara con la joven más bonita y aficionada a Tigres.

_Quiero que nos casemos, Lucía, pero no soporto que se burlen de mi, de mi edad, y sobre todo, de mi afición por Los Rayados.

Luego de pensarle mucho para que no le molestaran las críticas, ideó un plan.

Como el siguiente fin de semana habría un clásico, contra su costumbre, salió a lucir sus preferencias, enfundando su camiseta a rayas, pantaloncillos cortos y tachones, luciendo el logotipo de su equipo favorito.

El primer día se paseó así por todo el pueblo y la gente salió a la banqueta, a carcajearse de Don Agustín; le habían perdido el respeto porque su conducta ya no era discreta.

Él hizo oídos sordos y al segundo día hizo lo mismo, paseó a propósito por la plaza, entró a la cantina y fue a la Escuela a visitar a su amigo el Director, con su atuendo futbolístico.

Todos aquellos que no lo habían visto el día anterior salieron a burlarse de Don Agustín.

Y al tercer día, que era la víspera del juego, nadie lo miró ni se burló de él, pues su actitud ya no era novedad.

Así que, pasando el juego, fue a la casa de Lucía para pedir formalmente su mano y se la concedieron.

Don Agustín y Lucía entendieron que el temor al qué dirán no debe regir nuestras vidas; es preferible enfrentarlo, y de esta forma cualquier insidia pierde su denuedo.