Nacional

Comunidad tolerante con refugiados vota por Trump

Maine - Richard Rodrigue observaba desde el fondo del salón de banquetes cómo su hija, de ojos azules, conversaba con sus compañeras de estudios. Eran niñas que hablaban una docena de idiomas, provenientes de paí­ses africanos.

Le habí­an escapado a guerras civiles brutales, hambrunas y regí­menes opresivos y habí­an terminado aquí­, en una fiesta escolar en esta ciudad industrial de Nueva Inglaterra venida a menos que revivió tras la llegada de unos 7.500 inmigrantes a lo largo de los últimos 16 años. Rodrigue sonrió y saludó a su hija, orgulloso de verla participar en esa ceremonia.

"La va a mantener viva", expresó. "No todo en el mundo es blanco".

Rodrigue considera que los refugiados revitalizaron la ciudad, compensando una merma en la población que amenazaba con destruirla, abriendo negocios y restaurantes en locales comerciales abandonados. Pero también coincide con Donald Trump en que no deberí­an admitir más refugiados, al menos por ahora.

Su comunidad de clase obrera junto a las riberas del rí­o Androscoggin en el estado más blanco de Estados Unidos, es un sitio que algunos consideran una prueba de que la integración de los refugiados funciona. Sin embargo, por primera vez en 30 años, los votantes del condado de Androscoggin eligieron a un presidente republicano, apoyando la visión de Trump de restringir la llegada de inmigrantes como los que se ven en las calles y en las escuelas de esta localidad.

Las fábricas a lo largo del rí­o están casi todas cerradas y una cuarta parte de los niños del condado se crí­an en la pobreza. Muchos partidarios de Trump creen que los inmigrantes son los causantes de sus ansiedades económicas.

"Tiene que haber un momento en el que decimos, 'apoyemos a los trabajadores. Que vengan las inversiones. Pero (los refugiados) siguen llegando, siguen llegando", expresó Rodrigue. "Hay que decidir cuándo llega la hora de decir basta".

Nadie invitó a los refugiados somalí­es a Lewiston. Le escaparon a las balas y los caudillos y lograron ser admitidos en Estados Unidos.

A principios del 2001, unas pocas familias de refugiados que la pasaban mal en la vecina ciudad de Portland se aventuraron unos 50 kilómetros (30 millas) al norte y encontraron una ciudad en crisis. Con locales comerciales vací­os rodeados de edificios de departamentos deteriorados.

Los refugiados pensaron que una ciudad tan venida a menos ofrecí­a oportunidades. Se instalaron y luego llegaron más familiares y amigos. La ciudad se transformó en cuestión de meses en un laboratorio de lo que sucede cuando hay un rápido cambio cultural. La población de Maine es un 95% blanca y sus ciudadanos se toparon repentinamente con cientos de musulmanes negros, que apenas podí­an hablar inglés.

Ardo Mohamed se fue de Mogadishu en la década de 1990, cuando combatientes ingresaron a su vivienda y empezaron a disparar. Vio morir a su padre mientras otros familiares se escapaban a los bosques. Fueron a parar a campamentos para refugiados y estuvieron separados por años. Finalmente llegaron a Atlanta y luego a Lewiston en el 2001.

"Querí­amos estar a salvo", dijo la mujer, quien tiene cinco hijos, "igual que ustedes".

Cuando empezaron a llegar los refugiados, Tabitha Beauchesne estudiaba en la secundaria Lewiston High School. Sus compañeros eran pobres, igual que ella. Siente que los refugiados recibieron más ayuda que su familia.

"Fue como si se apoderasen de todo", manifestó.

Beauchesne no se considera racista, aunque admite que la raza y la religión inciden en su visión de que los refugiados abrumaron su comunidad. Hoy es un ama de casa con dos hijos y se fue de Lewiston para que sus hijos asistiesen a una escuela de otro distrito porque cree que los estudiantes extranjeros monopolizan la atención de los maestros.

Apoyó a Barack Obama, pero hoy Beauchesne apostó por Trump y ve con buenos ojos sus esfuerzos por contener la llegada de refugiados. Quiere que Trump fije un sistema impositivo que asigne menos dinero a la ayuda a personas de otros paí­ses.

"No me gusta la idea de entregar dinero que no me va a beneficiar y --no es que sea egoí­sta-- ver que beneficia a otros", señaló. "Mi esposo tiene un negocio y no le donarí­a 500 dólares al Ejército de Salvación si no estuviésemos en condiciones de hacerlo. Nuestro paí­s debe hacer lo mismo".

Los contribuyentes efectivamente ayudan en algo a los inmigrantes, cuya población aumentó mucho cuando, además de los somalí­es, empezaron a llegar personas de una docena de naciones africanas, incluidas Angola, Burundi y Ruanda. Muchos de ellos trabajan, según Catherine Besteman, profesora de antropologí­a del Colby College de Maine.

Los inmigrantes africanos percibieron 136,6 millones de dólares en sueldos en el 2014 y pagaron 40 millones de dólares en impuestos, de acuerdo con un grupo de estudios bipartidista. Pero Besteman dice que hacen trabajos invisibles: Sacan la basura de los hoteles, hacen el lavado en los hospitales. La gente no los ve trabajando, por lo que da por sentado que viven de la beneficencia.

Los lí­deres republicanos, desde el presidente hasta el gobernador y la rama local del partido, explotan el resentimiento que se ha gestado en muchos nativos. Los republicanos de la zona denuncian constantemente lo que describen como "la mafia de refugiados" y se quejan de que el sistema escolar se ve obligado a acomodar 34 idiomas.

El superintendente del distrito escolar de Lewiston Bill Webster admite que eso cuesta dinero. Pero tiene algunas estadí­sticas que considera reveladoras.

En promedio, el 78,3% de los estudiantes extranjeros se gradúan en un plazo de cinco años, comparado con el 73,3% de los nativos. Y algunos de esos jóvenes inmigrantes cursan estudios universitarios y se reciben de profesores, médicos e ingenieros. Hace dos años, los hijos de inmigrantes sacaron campeón estatal el equipo de fútbol de la escuela secundaria, en lo que fue descripto como un triunfo de la cooperación cultural.

"Si no hubiesen llegado los inmigrantes", afirma Webster, "Lewiston serí­a una comunidad que se contrae y corre peligro de perecer".

De todos modos, muchos barrios de las afueras de Lewiston quieren un cambio y se sienten atraí­dos al mensaje de Trump de "America First", o "Estados Unidos primero".

A 50 kilómetros, David Lovewell se detuvo en el estacionamiento de la papelera donde trabajó alguna vez, antes de que despidiesen a cientos de empleados. Ahora tiene una empresa maderera que administra con sus hijos cerca de la localidad de Livemore Falls. Hace poco se vio obligado a licenciar a ocho empleados.

No le gusta hablar de la inmigración. Hace varios años visitó Belice en un crucero con su esposa y compró una talla a un anciano cuyas manos estaban tan desgastadas por años de trabajar la madera que parecí­an de cuero. Todaví­a recuerda esas manos y la choza con piso de tierra, sin puertas, donde viví­a el hombre. Y su perro hambriento y los niños que paseaban en bicicletas destartaladas.

"Me sentí­ muy trastornado cuando (Trump) suspendió la admisión de refugiados y de personas de seis paí­ses africanos", comentó Lovewell. "Al mismo tiempo, veo gente que pierde su trabajo aquí­. ¿Por qué nos preocupamos tanto por los inmigrantes que vienen al paí­s cuando no podemos atender a nuestra propia gente?".

Lovewell espera que Trump encuentre un equilibrio más justo, que impulse una economí­a en la que sus hijos no tengan que sufrir para salir adelante y, una vez logrado eso, diseñar un sistema de inmigración que mantenga la promesa de Estados Unidos de recibir a los extranjeros con los brazos abiertos.

"Puede sonar a intolerancia", reconoció. "Pero estamos mal. El paí­s está mal".