Hay lluvias de estrellas, lluvias ácidas, radiactivas, de goles, de elogios, de reclamaciones; lluvias de casi todo y hasta árboles que se llaman lluvia de oro.
En mi infancia viví en Anáhuac, Tamaulipas, y cuando amenazaba tormenta al pueblo, una maestra de la escuela primaria “Juan B. Tijerina”, donde yo estudiaba, ponía a un niño pequeño a “cortar las nubes” con un cuchillo viéndolas previamente por unos minutos.
Según ese nigromántico rito venido seguramente de alguna leyenda urbana, así se conjuraba el peligro de una tormenta, y luego, para darle más fuerza a esa especie de brujería, pedía a los demás niños que dijéramos en plan de petición o rezo: “San Isidro Labrador, quita el agua y pon el sol”.
Ciertamente el agua de lluvia, cuando es demasiada, atemoriza a quienes viven cerca de algún río o arroyo de los que acostumbran salirse a pasear por la vecindad, pero a mí de niño no me daba miedo el agua.
Siempre me ha provocado sentimientos agradables, alegres y románticos.
Es música preciosa, y más si se observa la caída de las primeras gotas de agua arreciando su ritmo hasta caer el aguacero.
No me agrada el chipi chipi –cual sesión de afinación de los instrumentos musicales-, sólo me gusta la lluvia formal, esa melodía que poco se escucha en nuestra tierra.
Un día, hace unas tres décadas, Pedro Pablo Treviño del Bosque me invitó a comer en el restaurante San Ángel Inn de la ciudad de México, con el pretexto de “ir a ver llover”.
A la mañana siguiente volamos con ese objetivo, y comimos y bebimos hasta la noche disfrutando de la música del agua.
Pero entiendo que la lluvia a estas alturas con Irma, Katia y José tocando sus instrumentos de percusión al mismo tiempo, no es una eufonía para quienes asisten obligadamente a sus audiciones.
Como tampoco fue agradable para Monterrey los pasados conciertos de Gilberto y de Alex.