Editoriales

El golf

Tengo amigos que pueden faltar a cualquier cita, menos a jugar golf.     Desde luego que no son los únicos con ese mismo gusto. Hay crónicas que narran cuando en 1642 Carlos I (1600-1649) rey de Gran Bretaña, fue avisado que los católicos irlandeses se estaban sublevando. 

El señor estaba en el condado de Leit jugando golf, y su reacción fue simplemente continuar la partida hasta terminarla tranquilamente, a pesar de la gravedad de la noticia. 

Pasó el inexorable tiempo y, como era de esperarse con ese carácter, Carlos I terminó siendo prisionero de los escoceses, pero tuvo un logro: le concedieron permiso de jugar al golf, luego de que sus rogatorias surtieron efecto. Algo debe tener ese deporte que hace a quienes lo practican más que aficionados, fanáticos. 

Otro ejemplo fue la Cámara de los Comunes en tiempos del rey Eduardo VII (1901 – 1910), que modificó todo el programa parlamentario para poder liberar su agenda de los sábados pues acostumbraban jugar golf ese día. Tal vez eso explique por qué en varias ocasiones he declinado el honor de recibir mis primeras lecciones para jugar el golf.